Pon un título a las imágenes.

Este es un juego para activar las neuronas.

Las pistas son palabras que, juntas, forman el título de cada imagen que veréis a continuación.

corazón · lengua · tinta · lluvia · trapo · dudas · piedra · mar · ríos · pies · ideas · plomo

Soluciones:

  1. Pies de plomo
  2. Corazón de piedra
  3. Lengua de trapo
  4. Lluvia de ideas
  5. Mar de dudas
  6. Ríos de tinta

El último acertijo.

No voy a poner la solución… ; – )

Flow en madera.

 

flow1Artísticamente, esta “obra” no vale nada. Una madera vieja, unas letras de cartón y una estrella metálica. Es verdad que, antes, se ha tenido que limpiar la madera y darle un barniz incoloro que aún perdura en el ambiente, pero… no mucho más.

Afectivamente, esta “obra” vale mucho. El trozo de madera es de un pueblo del Pirineo. De una casa en ruinas… El que me la hizo ver y recoger (yo buscaba algo plano para pegar las piedras que había recogido) ya no está entre nosotros. Así que la madera es, ahora, un objeto único, porque lleva impregnado ese recuerdo.

flow0

La estrella me la encontré en Formentera. A alguien se le cayó de un collar, un pareo o un capazo con abalorios. La tenía en la caja de “Cosas para pegar”, junto a las letras de cartón.

El proceso de creación me ha producido un estado de experiencia óptima, una de esas microfelicidades que describe Mihaly Csikszentmihalyi en su libro Flow.

Para mí, es un mantra.

Flow.

flow2

Hay que fluir.

Anverso/Reverso

Compré una botella (o garrafa) de aceite de oliva virgen extra. Cuando se acabó el aceite, quise aprovechar el envase de vidrio con el detalle de mimbre en la base.

Nada complicado: spray de pintura de pizarra y un rotulador negro. Una vez conseguí un color crema uniforme, empecé con los puntos que, por cierto, siempre me salen mal alineados, pero me relajan.

Anverso: parte principal de una cosa, material o inmaterial.

En este caso, el anverso es la parte de mi botella de aceite que considero “principal”. No hay duda: la de los puntos, la que tiene muchos.

Reverso: parte opuesta al frente de una cosa.

La cosa es, pues, la botella decorada con muchos puntos; y la parte opuesta, su versión minimalista, con pocos.

Podría deciros que, en plena elaboración artística, se me ocurrió que podía tener un objeto con dos decoraciones. Según el día y el ánimo, puedo mostrar una cara u otra. Pero la realidad es que, en plena faena, se me acabó la tinta del rotulador…

Petunia.

Varios son los factores que me hacen alucinar en colores cuando veo a una gallina que se comporta como… un perro.

El primero es mi condición de urbanita. Entiendo el concepto «mascota» desde esa perspectiva de ciudad. Poco amplia, te diría… Las mascotas suelen ser perros, gatos, periquitos y cosas así, pero… ¿una gallina?

El segundo factor es que mis referentes (familiares y culturales) no incluyen gallinas como mascotas, pero hace unos días conocí a Petunia, una gallina «doméstica».

Cuando llegamos a la casa donde vive, su dueña abrió la puerta y la gallina Petunia vino a hacerle fiestas y mimos de alegría mientras se dejaba acariciar —cerraba los ojos, flipando—. Petunia vive en la masía de un pueblo adonde vamos a comprar verduras y miel. Su dueña es una pagesa extrovertida que te hace entrar en su casa para coger papel de periódico, bolsas o cajas donde colocar la compra. La gallina entró, se subió a un butacón en la cocina y se acomodó. «Es su lugar preferido», me decía la mujer mientras preparaba el pedido.

Le pregunté por ese comportamiento doméstico y nos explicó que, de pollita, su nieto se prendó de ella. La cuidó de forma individual y la gallina se acostumbró a los usos y costumbres de los humanos. Además, pone huevos…

Supongo que hay que ser abierto y aceptar a la gallina como animal de compañía.

NB : mientras lees este post, la gallina Petunia estará tan ricamente, sentada en su butaca…

Orgullo.

Esto de @ovilalano

“Para el Día del Orgullo, he creado una espiral infinita de ovillos de colores del arcoíris, cada uno sin cortar, sin dividir, sin esconder su centro. Porque están enteros, incluso cuando el mundo quiere reducirlos a hilos sueltos.

Cada ovillo representa una identidad. Algunos brillan, otros son mates. Hay lanas suaves, otras ásperas. Algodones, acrílicos, fibras mezcladas. Porque el Orgullo no es una bandera perfecta: es una madeja de diferencias que elige mostrarse sin pedir permiso.

En otra pieza, los colores se apilan verticalmente, sin tensión, sin disimulo. Rojo, naranja, amarillo, verde, azul, violeta. Uno encima del otro, con el peso justo. Sin aplastar.”

“La libertad de amar a quien quieras no necesita permiso, solo espacio para entrelazarse”

Bautizo de la luz.

El verano astronómico empieza mañana, 21 de junio.

Nos queda un día de primavera…

A las 22:42 de mañana comenzará el solsticio de verano, el momento en que el eje de la Tierra está más inclinado hacia el Sol en el hemisferio norte.

Será en ese instante, en ese momento exacto. Y… adiós, primavera.

Le he pedido a la IA que me diseñe un ritual inventado para el último día de primavera.

Al atardecer del último día de primavera, toma una rama de romero o de laurel.
Sumérgela en un cuenco de agua.
Piensa en:

  1. Algo que agradeces.
  2. Algo que dejas atrás.
  3. Algo que deseas para el verano.
  4. Salpica unas gotas al suelo y guarda la rama como amuleto estival.

Lo ha llamado “Bautizo de la luz” y me ha preguntado si quería que inventara una leyenda para el ritual. Le he dicho que sí.


Dicen los viejos pescadores, los pastores de montaña y los campesinos de los olivares que la última tarde de primavera es la más pura del año. El sol, al llegar a su trono más alto, derrama su luz más limpia sobre la tierra.
Si en ese instante tomas una rama viva —de laurel, de romero o de cualquier planta fuerte— y la sumerges en agua clara, atrapas un reflejo de esa luz sagrada.
Las gotas que caen después al suelo bendicen las cosechas, protegen los hogares y preparan el alma para el fuego del verano.
A ese sencillo rito lo llaman El Bautizo de la Luz, y quienes lo practican aseguran que la buena fortuna les acompaña hasta el próximo solsticio.


Yo, por si acaso, lo haría. Y si puede ser, a las 22:42. Estos algoritmos van a gobernar el mundo, y mejor estar a buenas: que vean que les hicimos caso…

Esparciendo.

Nadie sabía qué hacía exactamente aquella mujer de la bicicleta rosa. En la parte trasera llevaba una cesta de mimbre blanco, aparentemente vacía. Cada mañana pedaleaba frente a mi ventana, dejando tras de sí un aroma dulce, como de canela, azúcar o caramelo.

Iba erguida, con porte regio, aunque lo rompía esa alegre melodía que silbaba o canturreaba según el día. Al principio pensé que iba a algún sitio, pero pronto descubrí que daba vueltas en círculo. Era extraño, sí, pero su amabilidad y el perfume que dejaba nos hicieron acostumbrarnos a ella.

A veces se detenía, comprobaba el interior de la cesta y seguía. Un día no aguanté más y pregunté qué miraba allí dentro.

—Llevo mi amor —me dijo con una sonrisa luminosa—. Al salir de casa había más de una tonelada. Ahora me quedan… ¿veinte kilos?

—¿Y tu amor se gasta?

—No mengua. Lo esparzo. Está en las calles, en los árboles, en los semáforos…

—No lo veo —admití—, pero huele muy bien.

—Hoy huele a vainilla salvaje —dijo antes de marcharse, lanzándome un beso—. Hay un montoncito debajo de tu ventana, por si lo necesitas.

Su locura, encantadora y a la vez triste, me provocaba una gran ternura.

Seguí viéndola pasar por mi ventana. Me sonreía con cariño y yo le devolvía la sonrisa. Cuando se alejaba, debía sacudirme esa extraña sensación de pena que sentía por ella.

Pero una mañana ocurrió algo extraordinario. 

Un hombre llamó a mi puerta.

—¿Es suyo este montoncito de amor?

—No, es de la señora de la bici rosa.

—¿Dónde puedo encontrarla?

—En cinco minutos pasará por aquí.

El encuentro de esas dos personas fue delicioso. El aroma a vainilla saturaba el ambiente. La señora de la bici rosa fue desacelerando el pedaleo cuando vio al hombre que me acompañaba. Se paró, puso el caballete y se lanzó a sus brazos. Se besaron y se abrazaron sin dejar de reír.

—¡Has encontrado mi amor! —dijo ella, colgándose de su cuello.

—Lo he visto por todas partes… incluso bajo esta ventana.

Me regalaron la bicicleta y se fueron calle abajo, felices.

Nunca los volví a ver. Me dijeron cómo debía esparcir mi amor, pero no lo hice… al principio.

Hasta que una mañana lo vi: un montoncito de corazones rojos bajo mi ventana. Bajé al trastero, cogí la bici. La cesta estaba llena. Salí a la calle.

Soy esa mujer que pasa por delante de tu puerta. Esa que no sabes qué es lo que lleva en su cesta. La extraña loca que pedalea en círculos…

Pero no te preocupes. He dejado un montoncito bajo tu ventana…

Tengo que comprar una mesa…


Yo he sido víctima de una mesa loca. La anterior era un modelo rústico que provenía de la casa de campo de mis padres. Estaba vieja y gastada, pero era de una madera maciza y oscura que me encantaba.

Cuando me llamó un amigo para ofrecerme la oportunidad de mi vida (conseguir una súper mesa de diseño, totalmente gratis), no dudé ni un instante y dije que sí. Lo más sorprendente es que no tuve que ir a buscarla yo: me la trajeron a casa una hora después de haberla aceptado.

Y digo sorprendente porque, cuando alguien regala un mueble, normalmente quiere deshacerse de él rápidamente (sí), pero no se quiere hacer cargo del traslado (evidentemente), y menos si se trata de un mueble voluminoso.
Normalmente, el favor que te hacen lo pagas con el favor que les haces al desplazar, fuera de sus vidas, esa cosa que ocupa un espacio importante. En este caso, sesenta minutos después de colgar el teléfono, unos señores de UPS descargaban la mesa en mi salón… y se llevaban la vieja mesa familiar.

Juro que me pareció que, cuando la bajaban por la escalera, las patas carcomidas me hicieron un gesto un tanto obsceno.

La nueva mesa era preciosa. La acaricié, pasando suavemente las palmas de las manos por la superficie brillante. Oí un gemido que ignoré y seguí mi ruta acariciante. Más gemidos… Busqué el origen del sonido, pensando en mis vecinos, pero, al cesar el contacto con la mesa, se hizo el silencio.

Al principio parecía una mesa normal, pero las cosas fueron cambiando a medida que pasaban los días.
La mesa tenía vida propia… y una personalidad irritante.

Si me olvidaba el salvamanteles (yo no sabía ni que existían) y se quemaba un poco, me sacudía con las patas. Literalmente. Patadas reales.
Si no ponía el mantel y colocaba mi portátil encima, al calentarse la batería, la mesa se enfadaba y se doblaba en dos. No aplastó mi Mac de milagro.

El mantel —que debía ser de lino y estar planchado (no toleraba las arrugas)— era lo único con lo que estaba tranquila.
Si comía sin él, extendía sus patas horizontalmente y me dejaba plantado en el suelo, con desparrame de platos y vasos.

No podía dejar que aquella mesa me venciera. Era un mueble. Era una mesa. Así que emprendí una lucha sin cuartel.
Quería doblegarla.

Comía con espinilleras y coderas. Ideé un sistema de barras de hierro para impedir que se doblara e, incluso, apilé libros debajo, cubriendo su altura para que no pudiera desplomarse.

Mis amigos me confesaron que creían que estaba loco en esa época de mi vida… y es verdad. Estaba loco.
Y la mesa, también.

La muy bruja nunca se mostraba hostil cuando había alguien en casa. Lo hacía en la intimidad, con el único objetivo de fastidiarme… Llegamos a los insultos (la mesa hablaba) y a las manos (y a sus patas). Descubrí, con horror, que no podía moverla. Ni cortarla con una sierra del tamaño de la de Viernes 13.
La situación se hizo muy, muy tensa y, lo peor, no veía solución.

Al mes de tener la mesa loca en casa, el que estaba a punto de volverse loco era yo. Aunque penséis que ya lo estaba (¿quién batalla contra una mesa?), os prometo que todo lo que os he explicado es verdad. No fueron imaginaciones mías. Tengo vídeos y fotos que lo demuestran.

Así que, consciente de lo inusual de la situación y del peligro que corría, tomé una decisión: ella o yo.

Y fui yo.

Puse el piso a la venta a un precio atractivo e incluí “todos los muebles”. No tardé en venderlo, perdiendo dinero pero ganando, al fin, la batalla contra la mesa loca.

Allí se quedó… De momento, el nuevo propietario no ha contactado conmigo, aunque también es verdad que me cambié de teléfono e intenté borrar mi rastro lo mejor que pude.

Me fui a vivir a las afueras, y, cuando llegó el momento de amueblar el apartamento, no me vi capaz de comprar una mesa nueva.

Tengo un trauma. Serio.

Mi terapeuta dice que solo lo superaré si compro una mesa.

Y me he decidido. Tengo la espalda hecha polvo y cada vez me cuesta más comer en el suelo.

Iré a la maldita tienda y prestaré atención a las mesas que allí habitan. Tendré que controlarme para no dar unas patadas a las patas o pasar las manos por la superficie para observar su reacción…
Me llevaré un punzón y un mechero.
Y las espinilleras.

Por si acaso.


Por lo menos, cincuenta estrellas…

He visto un cielo muy estrellado. Por lo menos para lo que estoy acostumbrada. En mi ambiente urbano, si miro al cielo, debo ver como mucho veinte estrellas y si me esfuerzo mucho. Estos días, por lo menos había cincuenta …

Se estima que en nuestra galaxia, la Vía Láctea, existen más de 200 mil millones de estrellas. Imagínatelo , como puedas, porque es una cifra enorme.

Sin embargo, desde la Tierra, a simple vista y en condiciones óptimas, solo podemos observar unas 6.000 de ellas, con suerte y según donde vivas.Incluso con los telescopios más potentes, apenas rozamos la superficie de ese inmensidad.

Y las hay muy grandes, más de lo que puedas imaginar. Si lo has intentado antes con 200 mil millones de estrellas, aquí otro dato.

En nuestra insignificancia, creemos que el Sol es el astro rey…
Porque brilla, porque nos da vida, porque lo vemos cada día.
Hasta que, un día, te topas con una estrella como VY Canis Majoris.

Una hipergigante roja, situada a unos 3.900 años luz de aquí.
No está en ninguna foto de familia. No cabe en ningún mapa escolar.


Tiene un diámetro unas 1.420 veces mayor que el del Sol.
Si la Tierra fuera una bolita de 6 cm, ella mediría casi 13 kilómetros.

Para darle una vuelta volando a velocidad de crucero,
un avión necesitaría más de 800 años.

Y entonces entiendes.
Que el Sol no es el rey.
Que lo que creemos enorme solo es cuestión de escala.
Que mirar al cielo también es una forma de poner los pies en la tierra.

I love postales.

¿Recordáis las viejas postales? Fijaos que digo viejas, aunque sería más apropiado decir esas postales en desuso, pero no puedo evitar pensar que ya son de otro tiempo, de otra forma de vivir.

El otro día vi a unas turistas , comprando postales . Ya me pareció raro verlas curioseando, emocionadas con lo que había en el expositor rotatorio: postales. Tras elegir unas cuantas, preguntaron dónde podían comprar sellos…

O sea: iban a escribir una postal y enviarla por correo.

Recuerdo aquellos viajes en los que uno se afanaba en la elección y en el texto. Aquella sensación triunfal de poder decir “Yo he estado aquí y me lo estoy pasando muy bien” (no existen muchas en las que se escriba lo contrario), y esas jugadas de Correos que permitían que tú llegaras mucho antes que la postal a su destino.

También me llega esa alegría al recibir las de los otros. Primero mirabas el remitente y te leías aquellas líneas. Después, le dabas la vuelta y admirabas esas imágenes de Florencia o de alguna playa caribeña.


Ahora te comunicas de otra forma. Haces una foto con tu iPhone y la envías por WhatsApp. Publicas en Instagram, Facebook o X, o actualizas tu blog, casi haciendo una crónica en directo del viaje. Todo es más fácil, más rápido.

La tecnología nos ha permitido entrar más en el detalle e, incluso, ampliar la lista de destinatarios. Pero en el camino, hemos perdido el ritual. Algo había que sacrificar…


Dejadme que lo idealice: pasas un buen rato eligiendo las imágenes que describen el paraíso en el que estás (en las postales, todo es muy bonito). Compras los sellos y te vas a un pequeño bar en la playa. Allí distribuyes las postales y escribes. Piensas lo que vas a poner y lo haces con cuidado, sin equivocarte. Cada una tiene un mensaje diferente, y es posible que en alguna incluyas un dibujito.

Piensas en las personas a las que se las vas a enviar y les dedicas tu tiempo y tu cariño.

Una vez las tienes preparadas, pones los sellos (si puedes, pedirás un vasito de agua para humedecerlos; sabemos que si los chupas, te queda un sabor desagradable en la lengua) y los vas colocando, sabiendo que harán su trabajo y las transportarán por esos mundos postales hasta llegar al lugar indicado.

Y sabes que quien la reciba detectará tu afecto en el momento en que vea esa firma enrevesada y ese:

“Nos lo estamos pasando muy bien. Esto es precioso”.


El ritual ha pasado a ser a golpe de clic y teclado táctil. Es lo que toca en este tiempo digital aunque, como pude ver el otro día, la postal se niega a desaparecer.

Decido que, en mi próximo viaje, reivindicaré la postal manuscrita. Ya verás qué sorpresa se llevan algunos.


✉️ ¿Y tú? ¿Cuándo fue la última vez que escribiste una postal?