Hay gente que pone árbol: es bonito, luce bien, huele a infancia y proclama la Navidad. Y también están quienes, sin renunciar a la fiesta, se las ingenian sin árbol.
Cualquier cosa sirve para crear la estética navideña: una pirámide de ovillos, de libros, una escalera, una constelación de luces o una forma triangular hecha con lo que ya tienen en casa.
Es un árbol que, además de luces, tiene imaginación. Y convierte la Navidad en un gesto creativo.
Propongo una nueva tradición, a libre disposición de quien quiera adoptarla: cada año hay que inventar un árbol distinto… sin árbol. Y si queda torcido, mejor: es más real.
Tenía que aparentar calma. Si le veía el miedo en los ojos, habría ganado.
El monstruo avanzaba con una sonrisa blanda, casi amable, y los brazos abiertos como quien va a recibirte. En cualquier instante abriría la boca y lanzaría contra ella su arma —esa contra la que no existía defensa.
Su única posibilidad era huir. Despistarlo un segundo, correr hacia los ventanales con todo el impulso que pudiera reunir y… saltar. No era mucha altura, pero tampoco sabía caer. Nunca había aprendido. Aun así, no había otra salida.
La sala era de un blanco impoluto, sin sombras. Una puerta blindada. Un ventanal enorme. Al otro lado, el cielo de un rojo raro.
Había plantas. En medio, dos butacones mullidos y confortables, separados por una mesita baja. Sobre la mesita, una bandeja: café humeante, té, agua y galletas de mantequilla.
Él se acercó un paso más.
Demasiado cerca.
Ella oyó el aire entrarle en la boca. Lo sintió preparar el sonido. El instante previo al golpe.
No podría soportarlo.
La raza humana ya no estaba hecha para eso. Habían eliminado, siglos atrás, todo lo que no fuera funcional. La comunicación se reducía a órdenes, datos, hechos: el área segura. Lo emocional se consideró un ruido peligroso, una grieta. Se había extirpado con paciencia , generación tras generación, hasta que las palabras dejaron de servir para decir lo que dolía, lo que alegraba, lo que hacía temblar por dentro.
De vez en cuando circulaban rumores: grupos de resistencia, viejas tribus obstinadas que aún conservaban aquella capacidad primitiva. Decían que secuestraban a humanos normales y los sometían a terapias bajo un lema terrorífico :
“Hablando se entiende la gente”.
Pocos sobrevivían a ese hiperestímulo cerebral y los que volvían lo hacían transformados, incapaces de sobrevivir en una sociedad aséptica.
Ahora le tocaba a ella.
Él alargó la mano y le tomó el codo delicadeza. La guio hacia los butacones.
Seguía sonriendo. En su mirada había algo que intentaba ser… ¿comprensión? ¿cuidado? Ella no supo leerlo. No tenía las herramientas.
Se sentó, rígida, en uno de los butacones. El café desprendía un aroma cálido. Las galletas olían a infancia —una palabra vieja que aún conservaba en su memoria.
Él se acomodó frente a ella. No invadió su espacio. No hizo ningún gesto brusco. Sólo la miró a los ojos, con paciencia.
Luego movió los labios.
Y lanzó el arma mortal, despacio, sin levantar la voz.
—¿Hablamos?
Nota : Aún estamos a tiempo: si volvemos a hablar de verdad, volvemos a encontrarnos como sociedad.
Hay una voz en mi cabeza. Es muy clara y nítida pero…sólo la oigo yo.
Hay una voz en mi cabeza que recita, sin descanso, todos los dichos del refranero popular. Quita. Vete. Calla. Déjame.
Me duelen los brazos. El hacha pesa mucho y empieza a hacer frío.
Hay una voz en mi cabeza que me hace observar mi lengua en el espejo para ver si allí hay pelos o no. Que me ha incitado a construir una cama con ramas de laurel.
Hay una voz en mi cabeza que me ha obligado a comprar un loro y darle chocolate. A atar a mi perro con longanizas. A buscar por toda el pueblo, a ese gato que tiene tres pies. A marear a todas las perdices que me encuentro. Me llaman loco. Quita. Vete. Calla. Déjame.
Ya queda poco…Se me están congelando las manos. Me duelen. Me duelen mucho .Los escalofríos me impiden acertar. Ya se me han congelado las pestañas y la nariz pero…tengo que seguir.
Me lo dice esa voz en mi cabeza. Tengo mucho sueño. Me dormiría. El hacha pesa mucho. Me duermo.
Quita. Vete. Call…
Pobre hombre, dicen en el pueblo. Lo encontraron congelado, aún con el hacha en sus manos.
A sus pies, el árbol caído y un montoncito de leña…
ANEXO — DOCUMENTO INCORPORADO AL EXPEDIENTE
Caso:47/IX-22 Nombre figurado del sujeto:E. M. Localización del cuerpo:Sendero forestal, margen norte del bosque municipal Objeto encontrado en el bolsillo interior de la chaqueta
(Documento manuscrito, deterioro leve por humedad y congelación)
Transcripción de frases manuscritas halladas en poder del sujeto.
Ya estamos en la casi Navidad: la de las luces en las calles, en las terrazas, en las casas, en las tiendas. Motivos navideños aquí y allá, ramas de abeto en los escaparates, mercadillos, árboles encendidos en las plazas de ciudades y pueblos. Todo parece dispuesto para que empiece algo, aunque todavía no haya empezado del todo.
Mientras la estética te envuelve, la publicidad insiste: familia , amor , nieve que cae a cámara lenta, chocolate humeante. Felicidad absoluta.
Hay quien lo disfruta, tanto la casi Navidad como la Navidad entera. Y hay quien solo espera que pase rápido, que se evapore sin hacer demasiado ruido.
En este tiempo de reunión, las ausencias se hacen presentes, se agrandan, se despiertan. En estas fechas se echa de menos más. Un poco más fuerte, un poco más hondo.
Y, sin embargo, no hay que olvidar que el paso del tiempo es inexorable.
Inexorable es una palabra curiosa: suena a puerta que se cierra sin vuelta atrás. Nombra aquello que no se detiene ni se puede desviar. Como el paso del tiempo: sigue, aunque uno quiera quedarse un momento más en lo bueno, o saltarse lo que duele.
Visto así, con esta precisión temporal casi quirúrgica, quizá haya que recordar a los navideños que lo vivan con intensidad; y a los no navideños, que respiren hondo, que tengan paciencia y que se queden, al menos, con lo hermoso que tienen las luces cuando cae la noche.
Lo inexorable tiene una certeza: la Navidad pasará. Y, como decía mi abuela: “Y que yo lo vea”.
Llegó de otras latitudes, hace siglos, viajando de mano en mano. Con el tiempo se adaptó a cualquier clima que no fuera de frío intenso o muy húmedo. No la veremos en Canadá ni en Singapur, pero cualquier clima semiárido le sienta de maravilla a esta planta suculenta.
No sabía si el frío del invierno y la tramontana la harían sentirse cómoda, pero, contra todo pronóstico, decidió quedarse en casa. Aprendió a doblarse sin romperse, a guardar agua y paciencia, a dividirse para llenar nuevas macetas o para regalar. Siempre en forma, creciendo, multiplicándose.
He visto que sus hojas se tiñen de morado y pensé que el aloe había enfermado, pero no: es un truco químico de una planta perspicaz, pigmentos que produce cuando el frío, el viento y el sol se pasan de intensidad. Ese color funciona como protector y, más que un problema, indica que la planta está activa y a gusto.
Grandes, pequeñas, en flor: todas comparten el mismo mensaje.
Son cucharas de boj, talladas por manos temblorosas hace ya más de diez años. También conservo espátulas. Me hizo muchas y, aunque cada una que me regalaba era una ocasión única, uso unas para cocinar y otras las convertí en cuadros para rendir homenaje a esas manos que ya no están.
Este es un cuadro reciclado, sencillo y de un solo tono, pero con pequeños destellos: el brillo del tesoro que guarda.
Expectativa: Quieres que la cama luzca como la de un hotel de lujo: muchos cojines de diferentes tamaños y un camino de cama perfecto sobre una colcha impecable.
Realidad: Cada noche tienes que destruir la muralla de cojines que no vas a usar, doblar el camino y la colcha y buscarles un sitio hasta el día siguiente. Y vuelta a levantar la fortaleza al otro día. Y al otro. Y al otro… Bonito, sí.
Expectativa: Una cocina minimalista: solo el exprimidor y la batidora a la vista, una planta en cesta de mimbre y un cuenco de fruta natural.
Realidad: Tienes más utensilios que usas y quieres tener a mano cuando cocinas. Y ese tostador horizontal, de bar, que te va de maravilla, te acompaña desde hace años y ya ni siquiera se fabrica. Es feo, sí, pero imprescindible.
Expectativa: Cocina abierta al comedor-salón. El espacio se ve más amplio y, cuando tienes invitados, puedes hablar con ellos mientras preparas la comida.
Realidad: Funciona si solo haces ensaladas y platos fríos, pero si guisas, te encanta el pescado a la plancha o la coliflor hervida, prepárate para abrir todas las ventanas y montar una ventilación cruzada para sacar el olor a comida de toda la casa.
La expectativa es lo que sale en las revistas y en los proyectos de interiorismo. La realidad es la vida que pasa dentro. Y una casa vivida tiene vida. La tuya.
Han hecho una “Interpretación Semiótica Visual Subjetiva” de uno de mis cuadros.
La semiótica visual es una rama de la semiología (semiótica) que trata sobre el estudio o interpretación de las imágenes, objetos e incluso gestos y expresiones corporales, para comprender o acoger una idea de lo que se está visualizando. Por ejemplo, un cuadro…
Alguien lo ve y me dice: “Esto ha nacido de la tristeza. El color lo dice todo. Estás triste…”.
Interpreta la imagen, canaliza toda la información y lo percibe así: triste…
En realidad, la cronología de la creación es otra:
Se me rompió una pulsera que llevaba años conmigo; su valor era emocional y quise conservar las cuentas de cristal.
Al ordenar el trastero descubrí un lienzo hecho polvo que podía reciclar y un espray de pintura de pizarra.
Al salir del trastero hacía un día espléndido. Todo se conectó de forma fluida: bastidor, pintura, cuentas de cristal, pegamento, sol. Me puse los cascos y… no hay semiótica para explicarlo.
Disfruté enormemente.
En los últimos Halloween, y de forma inesperada, llamaron niños a mi puerta pidiendo “truco o trato”. Lo digo porque, aunque veíamos muchas calabazas y murciélagos en las calles, no era habitual que los niños recorrieran el vecindario en busca de golosinas.
Al principio eran pocos y yo no estaba preparada ni acostumbrada. Aquí celebramos la noche de la castanyada y los dulces típicos son los panellets, así que, al oír el timbre y responder “trato” sin saber si era lo que tocaba, acabé reuniendo caramelos de regaliz, magdalenas o bombones que tenía en casa. La cara de aquellas brujas y esqueletos infantiles mostraba decepción: “¿Dónde vas con un caramelo de regaliz?”.
Hace unas semanas, de compras, vi una bolsa enorme de caramelos y piruletas. Y, no sé cómo, me acordé de Halloween y de que iba a estar en casa. La compré y la coloqué en una cesta de mimbre, en el recibidor.
Fui atendiendo el timbre: grupos de cuatro, de dos, con sus padres, todos disfrazados. Les decía “¡trato!” y salía con la cesta repleta. Se les encendía la cara al llenar sus bolsas con aquel surtido dulce y colorido. Seguí recibiendo tandas de pequeños grupos hasta que se corrió la voz de que en el barrio había una casa donde sí abrían y daban caramelos.
Efecto llamada.
Antes de que llegaran a la puerta, los oí: alborozo, gritos, excitación. Muchos niños. Se arremolinaron a mi alrededor para coger caramelos de la cesta, en esa euforia que solo tienen los niños. Me quedaron unas pocas piruletas y el contagio de su alegría.