Hay una voz en mi cabeza. Es muy clara y nítida pero…sólo la oigo yo.
Hay una voz en mi cabeza que recita, sin descanso, todos los dichos del refranero popular. Quita. Vete. Calla. Déjame.
Me duelen los brazos. El hacha pesa mucho y empieza a hacer frío.
Hay una voz en mi cabeza que me hace observar mi lengua en el espejo para ver si allí hay pelos o no. Que me ha incitado a construir una cama con ramas de laurel.
Hay una voz en mi cabeza que me ha obligado a comprar un loro y darle chocolate. A atar a mi perro con longanizas. A buscar por toda el pueblo, a ese gato que tiene tres pies. A marear a todas las perdices que me encuentro. Me llaman loco. Quita. Vete. Calla. Déjame.
Ya queda poco…Se me están congelando las manos. Me duelen. Me duelen mucho .Los escalofríos me impiden acertar. Ya se me han congelado las pestañas y la nariz pero…tengo que seguir.
Me lo dice esa voz en mi cabeza. Tengo mucho sueño. Me dormiría. El hacha pesa mucho. Me duermo.
Quita. Vete. Call…
Pobre hombre, dicen en el pueblo. Lo encontraron congelado, aún con el hacha en sus manos.
A sus pies, el árbol caído y un montoncito de leña…
ANEXO — DOCUMENTO INCORPORADO AL EXPEDIENTE
Caso:47/IX-22 Nombre figurado del sujeto:E. M. Localización del cuerpo:Sendero forestal, margen norte del bosque municipal Objeto encontrado en el bolsillo interior de la chaqueta
(Documento manuscrito, deterioro leve por humedad y congelación)
Transcripción de frases manuscritas halladas en poder del sujeto.
De andar por casa” : algo sencillo, casero y nada sofisticado.
Esta es una recopilación de diez relatos breves de andar por casa porque, si los lees, recorrerás una casa: recibidor, baño, dormitorio, cocina, salón, terraza… Espacios de hogar, espacios de vida.
Os invito a cruzar la puerta.
Lo primero que encontraréis es un recibidor y a Manuela.
Oigo a las gaviotas. Huelo la sal y la crema protectora con la que mi madre nos embadurna la espalda. La paella en el chiringuito, un polo de fresa. Arena, salitre, pestañas mojadas, ojos brillantes. Jugar y jugar. Y jugar…
En el hogar.
Se está calentito y bien. Me llega el aroma de la colada recién lavada, el café recién hecho mientras en la radio, oigo la sintonía de aquel programa. Abrazos. Risas. Partidas de parchís.
En un aula.
Aprendo. Café con los amigos. Lo huelo. Oigo la música de la fiesta. Tequila. Sigo aprendiendo. Crecimiento. La primera vez me impacta y me ruborizo. Sonrío. El rostro al viento y el sonido del tubo de escape de mi Vespa. Ilusión.
En una isla.
El sol y la brisa, especial. La piel ardiente y muy sensible. El amor. El placer. El sexo. Caricias y risas. Complicidad. El “Te quiero” de verdad,.Lo vuelvo a oír. Me lo dices, te lo repito. Más sexo.
En el nuevo hogar.
Nueva ilusión. El aroma de las cosas nuevas. Las ganas de usarlas y hacerlas viejas. La expectación. Los planes. El futuro. Caminar y buscar tu lugar. Los amigos de verdad. Más amor. Familia. Niños y nuevos juegos. Los oigo reír. Me embelesa su mirada. Abrazos. Menos sexo.
En una ciudad gris.
Lejos del mar. Pérdida. Dolor y lamento. Te veo morir. Tristeza. Huelo tu aroma a cedro. Familia y ausencias. Separación. Los niños que fueron. Los amigos que son. El crecimiento que decrece. Caer. Resurgir. La esperanza. Tiempos serenos. Seguir caminando . Hay que llegar al mar…
Cerca del mar.
De nuevo aquí. El rumor de las olas. Veo la playa desde esta ventana. Me invade la esencia de la sal. Inspiro la brisa. Contemplo mi vida. La observo. Oigo las risas. Los niños de mis niños, pestañas mojadas, ojos brillantes nuevos. Huella. Satisfacción. Suspiro. Final.
Finalizando mapping…
Apreciado cliente,
El servicio extra de confección de su Mapa de Vida que contrató con nuestra empresa End S.A. ha finalizado con éxito.
Nuestro objetivo es enriquecer los últimos 30 segundos de “visionado” de su vida que se ofrecen en el contrato básico de traspaso al otro mundo. Esperamos haber cumplido sus expectativas.
Camino hacia la panadería que hay a cinco manzanas de mi casa. El pan es artesano, hecho en horno de leña… Parece pan de verdad, de esos que no adquieren la consistencia de goma a las tres horas de haberlo comprado…
El paseo es relajante. Lo necesito. No hay forma de que se calle.
Últimamente no duermo bien. Doy tantas vueltas, surcando todos los rincones de la cama, que acabo levantándome… Veo la tele, escribo, leo, me preparo una infusión relajante… Transito en la noche…
Por lo menos, lo que me cuenta en el paseo es agradable y me hace olvidar que me estoy volviendo loco…
La calle, tan bella, engalanada con farolillos y árboles frondosos. Los bancos de madera, envejecidos por el uso… Las hojas, desmayadas en el suelo. A veces, danzando con el viento, arremolinándose… Al caminar, un delicioso crujido anuncia que el otoño ya está aquí y, a lo lejos, casi intuyéndose, ese bendito olor a pan calentito, recién hecho…
7:30 a. m.
La puerta de la panadería se abre al compás de un tintineo delicioso. Hay unas campanitas colgadas en la parte superior que avisan de la entrada de la clientela. Tras el suave repiqueo, llega el aroma. No sólo hay pan. Se abre una puerta y, por el aire, se esparce el azúcar. Huele a dorado, a mantequilla y a nata…
El pan está ordenado por tipos, en unas preciosas cestas de mimbre. Hay pan con nueces y pipas, rústico, integral… Y ciabatta: suave, ligera, con mucho poro y corteza crujiente.
La chica que atiende en la panadería es muy agradable, aunque no para de hablar. Desde que han sonado las campanitas hasta este mismo momento, no he podido decir más que “Buenos días”. Mientras pone mi ciabatta en una bolsa de papel kraft, me explica que un vecino, conocido común, está muy enfermo. Y entonces me dice: “Tiene las horas contadas”.
Y yo pienso —que no digo porque no puedo—: “Yo también tengo las horas contadas”.
Camino ya de vuelta. Escojo otra ruta. Por lo menos, lo que me cuente será diferente. Variado.
Tomo el camino más largo, el que atraviesa la pequeña plaza donde montan el mercado semanal.
8:00 a. m.
Hoy es día de mercado.
Los tenderetes están perfectamente situados en cinco líneas rectas y paralelas. Cada uno tiene una forma diferente. Los colores de las verduras, las frutas y las hortalizas dibujan un estampado espectacular. Perfectas pirámides de tomates y manzanas. Apilamiento simétrico de lechugas y espinacas. Ristras de naranjas y limones. Cestas llenas de setas. Precioso.
Pronto serán las ocho. Ya se acaba esta hora y… vendrá otra. Y otra, y otra. Y todas, cada una de ellas, me serán contadas por esa voz que oigo en mi cabeza, volviéndome más loco.
He intentado lo de las horas muertas, a ver si así se calla, pero… me cuenta esa hora muerta de no hacer nada con todo tipo de detalles: “Estirado en el sofá, mientras el aire se desliza por la ventana entreabierta. Se oyen las risas de los niños que juegan. Más allá, una alarma insistente. Una mosca vuela bajo, buscando alimento para su prole. Se detiene en un vaso con restos de Coca-Cola… bla, bla, bla…”
No hay forma de acallar a ese narrador que sólo oigo yo. Siempre. Hasta los sueños me cuenta…
Será por horas… Horas bajas…
Y cuando oigo eso de “tenerlas contadas”, pienso que sí, que las tengo contadas. Todas. Minuto a minuto. Y que quizá, gracias a eso, veo cosas que los demás no ven.
Porque, mientras me las cuenta, no sólo camino: siento el aire frío en la cara, el peso tibio de la bolsa de pan en la mano, el crujido de las hojas que se rompen bajo la suela. Huelo la mantequilla antes de probarla. Distingo el brillo distinto entre un tomate muy maduro y uno que aún está duro. Escucho cómo suenan las campanitas de la panadería…
Si se callara del todo, quizá también se apagarían esas cosas pequeñas. No sé.
Tal vez no deje nunca de hablarme. Tal vez me siga narrando cada hora como si fuera la última. Pero, mientras lo hace, me regala detalles que, de otra forma, pasarían de largo.
Y eso, hoy, me basta. Me lo repito constantemente, para no volverme loco…
Camino con mi pan caliente y pienso: vale. Que me cuente esta hora.
Teodora trabajaba como restauradora en el Museo de Historia de la ciudad. Se había doctorado en la especialidad de Objetos del Siglo XXI y pasaba largas horas devolviendo la vida a piezas rescatadas de los yacimientos arqueológicos de las antiguas urbanizaciones.
El último trabajo, del que estaba especialmente orgullosa, había sido la restauración de un teléfono primitivo llamado iPhone, cuya minuciosidad había sorprendido a sus superiores.
No la extrañó que la citaran en la planta de Dirección. Entró en el despacho preparada para recibir una felicitación y salió de allí emocionada: le habían confiado el encargo más importante de su vida.
El sofá amarillo.
El sofá de la Revolución.
Ese sofá.
Acababa de desembalarlo. Lo examinó con cuidado: un modelo Chester, con su capitoné característico y los brazos a la misma altura que el respaldo. La piel amarilla, gastada por el tiempo, parecía aún guardar el calor de quienes lo habían habitado. Restaurarlo exigiría toda su destreza.
Al someterlo al escáner molecular, apareció algo inesperado: un fragmento de celulosa entre los muelles centrales del respaldo.
¿Papel?
Lo extrajo con delicadeza y lo aisló en atmósfera cero. Era una carta. Una carta de papel, del siglo XXI.
Con el corazón acelerado, activó el tecno-lector. La voz del pasado comenzó a desplegarse ante sus ojos.
Aquí lo hicimos.
Aquí nació todo. Fue en este sofá. Este mismo.
Eran malos tiempos. La pobreza alcanzaba al ochenta por ciento de la población, y los recursos y el poder se concentraban en unos pocos. Nadie podía intervenir en sus decisiones. No existía el diálogo… y la miseria crecía.
Empezamos a reunirnos en las calles. Éramos centenares de desilusionados que buscábamos lo mínimo para sobrevivir. Nos encontrábamos en parques o junto a los contenedores. Hablábamos. Nos reconocíamos.
Un día apareció este sofá amarillo. Yo, agotado, me senté. Cerré los ojos un instante y alguien me saludó. Era un hombre lleno de ideas, de soluciones posibles. Mientras hablábamos, se unieron otros dos. Entre todos dimos la vuelta al mundo con palabras, con puntos de vista distintos, con ideas, muchas ideas.
Al día siguiente, el sofá nos esperaba. Y nosotros a él. La conversación continuó. Pronto llegaron más personas con otros sofás: floreados, rayados, de todos los colores.
Un mes después, las calles eran un tapiz de sofás. Cada uno rebosaba voces, conocimiento, experiencias. Así nació lo que llamaron la Revolución del Sofá.
Cuando miles de sofás ocuparon las ciudades, comprendimos que teníamos en las manos algo esencial: la fuerza de dialogar. Entonces hicimos que aquellos que decidían por nosotros se sentaran también. Que escucharan. Que respondieran.
Ese fue el inicio de una nueva era. Un tiempo en que la multitud silenciosa habló, y fue escuchada.
Ruego a quien lea estas palabras que no lo olvide nunca.
Aquí lo hicimos.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Teodora. No era una mujer propensa a la emoción, pero aquel sofá agrietado parecía latir bajo su mano.
Tenía en sus manos el encargo de su vida: restaurar y preservar un símbolo.
Se enfundó el traje de protección y comenzó a trabajar.
Hoy, el sofá amarillo de la Revolución del Sofá, restaurado por la doctora Teodora Comonuevo, y la carta hallada en su interior forman parte de la exposición itinerante No hay que olvidar, que recorre las ciudades del país como memoria viva de un tiempo en que un simple mueble encendió la chispa del cambio.
Parecerá una figura poética, pero lo digo en sentido literal: mi cuerpo exuda aroma.
No siempre el mismo. Me habría gustado tener una “marca de la casa”, un solo perfume, único, irrepetible. Pero lo que tengo es una colección viva, cambiante, impredecible… aunque siempre exquisita.
Mi infancia fue una sinfonía de olores. Flor de azahar en los campos vecinos, el jabón de espliego de la abuela, agua de rosas en la bañera de mi madre, ramos de romero y lavanda adornando la casa… Aromas que me envolvían como una segunda piel.
Crecí rodeada de fragancias tan complejas que desarrollé un don. Distinguía cada matiz, incluso los más leves o desagradables. Me convertí en una nariz. Hoy, soy una créateur de parfums en París. El perfume es mi vida.
Yo misma soy perfume.
Fue mamá quien lo notó primero. Si estaba feliz, mi cuerpo creaba un halo floral —jazmín, rosa blanca, mimosa— que se expandía por la habitación. Si me sentía tensa, la fragancia se tornaba cítrica: bergamota, lima, limón, y ese filo de fresia que anunciaba tormenta. Mis emociones aromatizaban el aire. Había días en que podía perfumar una ciudad entera sin salir de casa.
Era un don hermoso. Inofensivo. Hasta que me enamoré.
Mi primer amor… Y mi primer cadáver.
El poder se multiplicó. Emitía lirios, frutas maduras, gardenias. Fragancias dulces, sedosas, nuevas. La pasión trajo consigo el calor del sándalo, la caricia del narciso, la embriaguez de las lilas. Nos envolvimos en un torbellino de terciopelo aromático.
Y entonces, tras el clímax, ocurrió.
Él sonreía. Inmóvil. Desmadejado sobre mí. Lo toqué. No reaccionó. Lo sacudí. Nada.
Y llamé a mamá.
Pensamos en un fallo del corazón. Era joven, sano. Queríamos creerlo. Pero el segundo, un compañero de la facultad, confirmó lo que mamá ya sospechaba: mi perfume los mataba.
Nos deshicimos del cuerpo.
Elegí el celibato. Viví recluida en mis aromas acuáticos: lirios de agua, albahaca, notas limpias. Bellas, sí, pero distantes. Aún así, aquella fragancia espesa y almizclada seguía flotando en las calles. La prensa la bautizó como La Noche Perfumada. Nadie sabía la verdad. Solo mamá. Y yo.
El tercero… también fue ella quien me ayudó. Yo ya no podía más. Prometí no repetirlo jamás.
Ese cuerpo duerme en el jardín de mamá.
Con el tiempo, me convertí en una perfumista célebre. Nadie se sorprendía de que siempre oliera bien. Era mi talento. Mi escudo.
Los años pasaron. Perdí a mamá en un accidente. Dolió. Mucho. Pero seguí. Rutina. Éxito. Control.
Hasta ahora.
Me he enamorado. Locamente. Profundamente.
Intento mantener mi don a raya, pero es tortuoso. Mi aroma se descompone, se enrarece: pimienta negra, mandarina, sombra. Y otra vez, inevitablemente, el sándalo. Otra vez ese perfume denso, embriagador, fatal.
Y no he podido evitarlo.
Estoy enamorada. Y no he podido evitarlo.
Hoy, tras la ensoñación, lo observo. Sonríe. Desnudo. Inmóvil.
Le acaricio la cara. No responde.
Lo abrazo una vez más. Brevemente.
Ya no está mamá. Y me tengo que deshacer del cuerpo.
He encontrado un disfraz y una varita mágica. Recuerdo perfectamente el día en que mi abuela me regaló este vestido de hada. Causé sensación en una fiesta de disfraces…
Mi precioso vestido llamaba la atención porque parecía de verdad. La pedrería brillaba, y los hilos dorados de los bordados de flores y corazones lucían en mil destellos. La seda era suave y liviana. Los demás disfraces parecían más de “plástico”, con encajes rígidos y rasos con electricidad estática.
Miro la falda abullonada y aquel corpiño de mil colores, y me doy cuenta de que el disfraz sigue siendo precioso. Es una pena que mi cuerpo exceda la talla, porque mi mente aún conserva algo de aquella niña. Acaricio la seda y, entonces, recuerdo las palabras de mi abuela. Llegan a mí con precisión, casi textuales. El vestido es un verdadero vestido de hada, y la varita…
La varita es real. Funciona, vamos.
La he cogido y la he movido en círculos. Tres, para ser exactos. Mientras se ejecuta el movimiento, se debe recitar “Fru-Fru” seguido de lo que se desea conseguir. No lo he hecho, porque esta vez he recordado las instrucciones de la abuela: solo se puede utilizar una vez en la vida.
Jugueteo con la varita… Pensaré en ello. Si la uso, no debo olvidar que lo que pida se cumplirá de forma literal. Eso me lo recalcaba mucho la abuela: L-i-t-e-r-a-l.
Enciendo la televisión. Están dando las noticias. Casi 300 millones de niños viven atrapados en países afectados por la violencia y los conflictos armados. Aparecen imágenes de niños en Gaza, en Sudán, en Ucrania… Más imágenes de niños en balsas, en el mar, atemorizados. Señores con corbata hacen números: cuántos pueden entrar, cuántos no dejarán ni acercarse, cuánto costarán los que logren cruzar, qué países bombardear, qué guerras librar…
Pienso en esa frase de Mafalda: “¡Paren el mundo, que me bajo!” En la tele, misiles en directo. Sí, definitivamente me quiero bajar.
Me concentro en la varita. Y trazo los tres círculos.
Y en el tercero digo: “Fru-Fru”. Y cuando voy a añadir ese “algo” que debo pedir, mi mente —traicionera—, que ha estado repitiendo esa frase “¡Paren el mundo, que me bajo!”, toma el control, y son esas palabras las que conducen mi deseo.
Las recito, mientras el círculo se cierra.
La varita chisporrotea, y siento que todo se detiene. Y que yo salgo, expulsada, hacia el espacio exterior.
Solo queda un cuadro que representa a la humanidad en el año 2025. Durante este milenio, los analistas han escrutado cada detalle, buscando en sus trazos las claves de un colapso del que apenas quedan registros. El tiempo ha borrado los nombres, las ciudades, las historias. Solo permanece el cuadro. Tras siglos de especulación, los estudiosos apenas han alcanzado una única certeza : aunque de diferentes tamaños, todos eran iguales.
Nadie sabía qué hacía exactamente aquella mujer de la bicicleta rosa. En la parte trasera llevaba una cesta de mimbre blanco, aparentemente vacía. Cada mañana pedaleaba frente a mi ventana, dejando tras de sí un aroma dulce, como de canela, azúcar o caramelo.
Iba erguida, con porte regio, aunque lo rompía esa alegre melodía que silbaba o canturreaba según el día. Al principio pensé que iba a algún sitio, pero pronto descubrí que daba vueltas en círculo. Era extraño, sí, pero su amabilidad y el perfume que dejaba nos hicieron acostumbrarnos a ella.
A veces se detenía, comprobaba el interior de la cesta y seguía. Un día no aguanté más y pregunté qué miraba allí dentro.
—Llevo mi amor —me dijo con una sonrisa luminosa—. Al salir de casa había más de una tonelada. Ahora me quedan… ¿veinte kilos?
—¿Y tu amor se gasta?
—No mengua. Lo esparzo. Está en las calles, en los árboles, en los semáforos…
—No lo veo —admití—, pero huele muy bien.
—Hoy huele a vainilla salvaje —dijo antes de marcharse, lanzándome un beso—. Hay un montoncito debajo de tu ventana, por si lo necesitas.
Su locura, encantadora y a la vez triste, me provocaba una gran ternura.
Seguí viéndola pasar por mi ventana. Me sonreía con cariño y yo le devolvía la sonrisa. Cuando se alejaba, debía sacudirme esa extraña sensación de pena que sentía por ella.
Pero una mañana ocurrió algo extraordinario.
Un hombre llamó a mi puerta.
—¿Es suyo este montoncito de amor?
—No, es de la señora de la bici rosa.
—¿Dónde puedo encontrarla?
—En cinco minutos pasará por aquí.
El encuentro de esas dos personas fue delicioso. El aroma a vainilla saturaba el ambiente. La señora de la bici rosa fue desacelerando el pedaleo cuando vio al hombre que me acompañaba. Se paró, puso el caballete y se lanzó a sus brazos. Se besaron y se abrazaron sin dejar de reír.
—¡Has encontrado mi amor! —dijo ella, colgándose de su cuello.
—Lo he visto por todas partes… incluso bajo esta ventana.
Me regalaron la bicicleta y se fueron calle abajo, felices.
Nunca los volví a ver. Me dijeron cómo debía esparcir mi amor, pero no lo hice… al principio.
Hasta que una mañana lo vi: un montoncito de corazones rojos bajo mi ventana. Bajé al trastero, cogí la bici. La cesta estaba llena. Salí a la calle.
Soy esa mujer que pasa por delante de tu puerta. Esa que no sabes qué es lo que lleva en su cesta. La extraña loca que pedalea en círculos…
Pero no te preocupes. He dejado un montoncito bajo tu ventana…
Cuando el terapeuta abandona la habitación 216, siempre le invade una extraña inquietud. Recuerda la sonrisa del paciente, su serenidad, el buen rollo que desprende…
“Aquí se está muy bien. No tengo que preocuparme por nada: tengo ropa limpia cada día, tomo un buen desayuno y, después, paseo por el jardín. A veces me siento en el banco que está más al sur y pinto. Me gustan los árboles que se ven en la lejanía. Ya he hecho varias series de cuadros de esos árboles…
Por la tarde, me siento en el sofá (que es comodísimo, por cierto) y leo un libro, veo la televisión o hago una segunda caminata por el sendero de las flores. Me encanta ese camino: está plagado de geranios, rosas y margaritas…
Los lunes y viernes tengo la terapia. También me gusta. Es una gran oportunidad para hablar con alguien interesante, y usted lo es.»
Es un caso difícil. La terapia tiene como objetivo que recupere el equilibrio, pero le está planteando un dilema ético: la curación será a costa de cercenar su optimismo.
Si puede, que el caso es grave…
«Doctor, no entiendo por qué me dice que, si me pongo bien, saldré pronto. Pero… ¿por qué voy a querer salir? Y, si salgo, pues tampoco pasa nada. Ahí fuera hay un mundo bellísimo.»
NB: El exceso de optimismo se denomina “optimismo tóxico”. Como todo lo que nos rodea y con lo que interactuamos, el exceso es negativo. No nos permite desarrollar una conducta adaptada. Las expectativas que nos creamos son irreales y bajamos la guardia ante los peligros y amenazas del entorno. Ni ser optimista se libra de la mesura…