Esparciendo.

Nadie sabía qué hacía exactamente aquella mujer de la bicicleta rosa. En la parte trasera llevaba una cesta de mimbre blanco, aparentemente vacía. Cada mañana pedaleaba frente a mi ventana, dejando tras de sí un aroma dulce, como de canela, azúcar o caramelo.

Iba erguida, con porte regio, aunque lo rompía esa alegre melodía que silbaba o canturreaba según el día. Al principio pensé que iba a algún sitio, pero pronto descubrí que daba vueltas en círculo. Era extraño, sí, pero su amabilidad y el perfume que dejaba nos hicieron acostumbrarnos a ella.

A veces se detenía, comprobaba el interior de la cesta y seguía. Un día no aguanté más y pregunté qué miraba allí dentro.

—Llevo mi amor —me dijo con una sonrisa luminosa—. Al salir de casa había más de una tonelada. Ahora me quedan… ¿veinte kilos?

—¿Y tu amor se gasta?

—No mengua. Lo esparzo. Está en las calles, en los árboles, en los semáforos…

—No lo veo —admití—, pero huele muy bien.

—Hoy huele a vainilla salvaje —dijo antes de marcharse, lanzándome un beso—. Hay un montoncito debajo de tu ventana, por si lo necesitas.

Su locura, encantadora y a la vez triste, me provocaba una gran ternura.

Seguí viéndola pasar por mi ventana. Me sonreía con cariño y yo le devolvía la sonrisa. Cuando se alejaba, debía sacudirme esa extraña sensación de pena que sentía por ella.

Pero una mañana ocurrió algo extraordinario. 

Un hombre llamó a mi puerta.

—¿Es suyo este montoncito de amor?

—No, es de la señora de la bici rosa.

—¿Dónde puedo encontrarla?

—En cinco minutos pasará por aquí.

El encuentro de esas dos personas fue delicioso. El aroma a vainilla saturaba el ambiente. La señora de la bici rosa fue desacelerando el pedaleo cuando vio al hombre que me acompañaba. Se paró, puso el caballete y se lanzó a sus brazos. Se besaron y se abrazaron sin dejar de reír.

—¡Has encontrado mi amor! —dijo ella, colgándose de su cuello.

—Lo he visto por todas partes… incluso bajo esta ventana.

Me regalaron la bicicleta y se fueron calle abajo, felices.

Nunca los volví a ver. Me dijeron cómo debía esparcir mi amor, pero no lo hice… al principio.

Hasta que una mañana lo vi: un montoncito de corazones rojos bajo mi ventana. Bajé al trastero, cogí la bici. La cesta estaba llena. Salí a la calle.

Soy esa mujer que pasa por delante de tu puerta. Esa que no sabes qué es lo que lleva en su cesta. La extraña loca que pedalea en círculos…

Pero no te preocupes. He dejado un montoncito bajo tu ventana…

En exceso, es tóxico.

Cuando el terapeuta abandona la habitación 216, siempre le invade una extraña inquietud. Recuerda la sonrisa del paciente, su serenidad, el buen rollo que desprende…

“Aquí se está muy bien. No tengo que preocuparme por nada: tengo ropa limpia cada día, tomo un buen desayuno y, después, paseo por el jardín. A veces me siento en el banco que está más al sur y pinto. Me gustan los árboles que se ven en la lejanía. Ya he hecho varias series de cuadros de esos árboles…

Por la tarde, me siento en el sofá (que es comodísimo, por cierto) y leo un libro, veo la televisión o hago una segunda caminata por el sendero de las flores. Me encanta ese camino: está plagado de geranios, rosas y margaritas…

Los lunes y viernes tengo la terapia. También me gusta. Es una gran oportunidad para hablar con alguien interesante, y usted lo es.»

Es un caso difícil. La terapia tiene como objetivo que recupere el equilibrio, pero le está planteando un dilema ético: la curación será a costa de cercenar su optimismo.

Si puede, que el caso es grave…

«Doctor, no entiendo por qué me dice que, si me pongo bien, saldré pronto. Pero… ¿por qué voy a querer salir? Y, si salgo, pues tampoco pasa nada. Ahí fuera hay un mundo bellísimo.»

NB: El exceso de optimismo se denomina “optimismo tóxico”. Como todo lo que nos rodea y con lo que interactuamos, el exceso es negativo. No nos permite desarrollar una conducta adaptada. Las expectativas que nos creamos son irreales y bajamos la guardia ante los peligros y amenazas del entorno. Ni ser optimista se libra de la mesura…

Tengo que comprar una mesa…


Yo he sido víctima de una mesa loca. La anterior era un modelo rústico que provenía de la casa de campo de mis padres. Estaba vieja y gastada, pero era de una madera maciza y oscura que me encantaba.

Cuando me llamó un amigo para ofrecerme la oportunidad de mi vida (conseguir una súper mesa de diseño, totalmente gratis), no dudé ni un instante y dije que sí. Lo más sorprendente es que no tuve que ir a buscarla yo: me la trajeron a casa una hora después de haberla aceptado.

Y digo sorprendente porque, cuando alguien regala un mueble, normalmente quiere deshacerse de él rápidamente (sí), pero no se quiere hacer cargo del traslado (evidentemente), y menos si se trata de un mueble voluminoso.
Normalmente, el favor que te hacen lo pagas con el favor que les haces al desplazar, fuera de sus vidas, esa cosa que ocupa un espacio importante. En este caso, sesenta minutos después de colgar el teléfono, unos señores de UPS descargaban la mesa en mi salón… y se llevaban la vieja mesa familiar.

Juro que me pareció que, cuando la bajaban por la escalera, las patas carcomidas me hicieron un gesto un tanto obsceno.

La nueva mesa era preciosa. La acaricié, pasando suavemente las palmas de las manos por la superficie brillante. Oí un gemido que ignoré y seguí mi ruta acariciante. Más gemidos… Busqué el origen del sonido, pensando en mis vecinos, pero, al cesar el contacto con la mesa, se hizo el silencio.

Al principio parecía una mesa normal, pero las cosas fueron cambiando a medida que pasaban los días.
La mesa tenía vida propia… y una personalidad irritante.

Si me olvidaba el salvamanteles (yo no sabía ni que existían) y se quemaba un poco, me sacudía con las patas. Literalmente. Patadas reales.
Si no ponía el mantel y colocaba mi portátil encima, al calentarse la batería, la mesa se enfadaba y se doblaba en dos. No aplastó mi Mac de milagro.

El mantel —que debía ser de lino y estar planchado (no toleraba las arrugas)— era lo único con lo que estaba tranquila.
Si comía sin él, extendía sus patas horizontalmente y me dejaba plantado en el suelo, con desparrame de platos y vasos.

No podía dejar que aquella mesa me venciera. Era un mueble. Era una mesa. Así que emprendí una lucha sin cuartel.
Quería doblegarla.

Comía con espinilleras y coderas. Ideé un sistema de barras de hierro para impedir que se doblara e, incluso, apilé libros debajo, cubriendo su altura para que no pudiera desplomarse.

Mis amigos me confesaron que creían que estaba loco en esa época de mi vida… y es verdad. Estaba loco.
Y la mesa, también.

La muy bruja nunca se mostraba hostil cuando había alguien en casa. Lo hacía en la intimidad, con el único objetivo de fastidiarme… Llegamos a los insultos (la mesa hablaba) y a las manos (y a sus patas). Descubrí, con horror, que no podía moverla. Ni cortarla con una sierra del tamaño de la de Viernes 13.
La situación se hizo muy, muy tensa y, lo peor, no veía solución.

Al mes de tener la mesa loca en casa, el que estaba a punto de volverse loco era yo. Aunque penséis que ya lo estaba (¿quién batalla contra una mesa?), os prometo que todo lo que os he explicado es verdad. No fueron imaginaciones mías. Tengo vídeos y fotos que lo demuestran.

Así que, consciente de lo inusual de la situación y del peligro que corría, tomé una decisión: ella o yo.

Y fui yo.

Puse el piso a la venta a un precio atractivo e incluí “todos los muebles”. No tardé en venderlo, perdiendo dinero pero ganando, al fin, la batalla contra la mesa loca.

Allí se quedó… De momento, el nuevo propietario no ha contactado conmigo, aunque también es verdad que me cambié de teléfono e intenté borrar mi rastro lo mejor que pude.

Me fui a vivir a las afueras, y, cuando llegó el momento de amueblar el apartamento, no me vi capaz de comprar una mesa nueva.

Tengo un trauma. Serio.

Mi terapeuta dice que solo lo superaré si compro una mesa.

Y me he decidido. Tengo la espalda hecha polvo y cada vez me cuesta más comer en el suelo.

Iré a la maldita tienda y prestaré atención a las mesas que allí habitan. Tendré que controlarme para no dar unas patadas a las patas o pasar las manos por la superficie para observar su reacción…
Me llevaré un punzón y un mechero.
Y las espinilleras.

Por si acaso.


No me lo creo.

Cuando me dijeron que existía esa tienda, no me lo creí.
Tampoco me creí las instrucciones: si conoces la ubicación —que es efímera y cambia constantemente—, debes ir al lugar exacto.
Una vez allí, no todo el mundo ve lo mismo. No me preguntéis por qué; nadie lo sabe. La teoría que circula es que la tienda detecta si, de verdad, crees en lo que allí se vende.
Si es así, la tienda se llama “NO ME LO CREO”, y los frascos contienen un ingrediente secreto que te permite no creer en nada de lo que te indigna o te duele.
Si vas en plan escéptico, el rótulo reza “NO TE LO CREES” y, en los frascos, solo hay golosinas.
Así que, si eres un crédulo honesto y has conseguido uno de los frascos, ya puedes vivir tranquilo.
Yo soy el ejemplo.
Me dices que me haga con un kit de supervivencia por si hay una guerra, y no me lo creo. Me dices que unos cuantos locos idiotas gobiernan el mundo, y no me lo creo. Me dices que nunca habrá paz, y no me lo creo.
No me digas nada que me duela, porque como no me lo creo, no me preocupa.

Sueño-Deco.

Me despierto en una casa que no es mi casa pero que yo creo que es mi casa. La sensación es muy rara .

cama

El dormitorio, lleno de color, no tiene nada que ver con el que yo creo que es el mío, de colores crema y blanco roto. Minimalista y soso. En cambio, las sabanas coloristas, la caja decapada que hace de mesita de noche, las flores,…todo aquello me pertenece. Estoy segura.

Me levanto de la cama, mullida y cómoda. Estoy confusa y expectante .Mi cuerpo está descansado y me dice que se duerme muy bien en mi cama. Sé qué dirección tomar sin dudar. Aquella es mi casa aunque no la conozca ( que sí).

En la cocina, el desayuno está servido. Me espera.

desayuno

De nuevo, los colores me impactan. No dudo en tomarme unos croissants y un cappuccino. Algo me dice que voy a necesitarlo.

Tras el desayuno, me doy una vuelta por esta casa que no es mi casa. Estoy en la playa. Genial!

casaplaya

Me detengo en la buhardilla con ganas de tener un libro en mis manos y todo el tiempo del mundo.sofa

Llego a una habitación en la que hay un sillón lleno de cojines y unas maletas. Todo es precioso. Me podría acostumbrar a vivir aquí. Prendido del respaldo, hay un sobre con mi nombre manuscrito.Leo la nota que contiene. No debo olvidar que esto es un sueño…¿verdad?.

cojines

“ Si te sientas en este sillón, aquí te quedarás para siempre. Si eliges las maletas, seguirás tu camino”.

maletas

Entiendo que en este sueño de una casa preciosa que-es-mía-pero-no, debo tomar una decisión. Puedo sentarme en esta preciosa butaca y dejar que el tiempo pase, en este lugar hermoso que, ahora , me pertenece pero miro las maletas y me digo. ¿Por qué parar aquí? ¿Por qué no seguir caminando?…

…¿No es ese el gran secreto de la vida?

No me hace falta más. Elijo la maleta de color violeta y me digo que sí puedo elegir, de verdad, ahora quiero montaña.

camamontaña

Y me despierto, de nuevo, en una cama diferente pero que yo reconozco. Es otra de esas camas mías.

Inspecciono mi casa de ahora.

ventanas

Hay flores y estrellas.

flores

tumblr_ldn3dkiLlo1qzj88yo1_500

Veo, complacida, que hay una hamaca en el jardín.

hamacas

Y a lo lejos, un precioso camino arbolado…

camino

Y un butacón con una mantita.

sillon

Y unas maletas…

maletas2

 

Dos cosas prosaicas y la IA.

1) La secadora.

Cada vez que limpio el filtro, me asombra la cantidad de pelusa que se acumula. Es el desgaste de las fibras textiles por la fricción durante el secado. Me da la impresión de que se pierde demasiada fibra. Algo falla en este sistema…

Con esta idea en mente, le pedí a la IA que escribiera un texto de terror donde la pelusa se convierte en un monstruo, una ilustración y un vídeo de 10 segundos.

El monstruo.

Al principio era solo una mota gris en el filtro de la secadora. Pero creció. Se alimentó del polvo, del pelo caído, de fibras invisibles.

Una noche, la masa esponjosa se arrastró por el suelo, trepó la cama y cubrió el rostro de Clara. Ella no despertó.

Dicen que la pelusa sigue allí, expandiéndose en rincones oscuros, esperando su próxima víctima.

El video da miedo


2) La lavadora.

El minuto final de la lavadora es de las cosas que más me irritan cuando espero que termine. Ese temporizador es una mentira.

Según la IA, el «minuto final» dura más porque el software ajusta el tiempo según distintos factores:

  • Nivel de humedad: Prolonga el ciclo si la ropa sigue húmeda.
  • Desequilibrio de carga: Pausa para redistribuir la ropa.
  • Control de temperatura: Espera que se enfríe antes de desbloquear la puerta.
  • Drenaje: Se asegura de que no quede agua residual.
  • Optimización energética: Ajusta el ciclo para mayor eficiencia.

Esa fase final está diseñada para mejorar el resultado, así que puede extenderse mucho más de un minuto…

El portal espacio-tiempo.

Dicen que si te quedas mirando el «último minuto» de la lavadora, el tiempo se rompe. Al principio parece normal, pero pasan cinco… diez minutos… y sigue marcando 1:00.

Empiezas a oír voces: «La toalla sigue húmeda…». El tambor gira como un vórtice interdimensional, y el filtro de pelusas se convierte en un portal al más allá.

Cuando finalmente la pantalla marca «FIN», no sabes si pasaron minutos… o siglos.

Nunca mires el minuto final. Es la trampa perfecta del universo.

Todo lo que habéis leído y visto se ha hecho en pocos minutos…

Volar.

 salar1

Hay momentos en los que deseo volar. Me da igual si es con un par de alas que emerjan de mi espalda de forma indolora o con una capa como la de los súper héroes.

También podría ser, por qué sí : simplemente extendiendo los brazos y estirando el tronco y las piernas.

Hay quien lo consigue, sólo cerrando los ojos…

salar22

La huida, por eso, debe ser por el aire. Surcando cielos azules, atravesando nubes algodonosas o guiándose por el fulgor de las estrellas. Me llevaría música…

Si pudiera volar, emprendería un viaje. Escogería un desierto, blanco, de sal. Uno de los más grandes del mundo.

salar2

En ese desierto, después de haber llovido, la cuenca acogerá una fina capa de agua y por un tiempo, nacerá un lago superficial de aguas cristalinas que reflejará el cielo y parecerá el cielo.

Sera el mayor espejo natural que se divisará desde el espacio.

Y es que esta ruta que uno emprende, requiere de un espejo. Un lugar dónde pararse y mirarse, de verdad.

uyuni

Después, el clima árido evaporará el agua y se precipitará la sal que dará lugar a un gran desierto blanco y enorme.

salar3

Estos son viajes que sirven para volver. El camino que se emprende tiene como único objetivo recalar, de nuevo, en el lugar del que vienes, en el que habitas.

Y, vuelves, sin olvidar ese espejo en el que te miraste.

Y sin olvidar lo que viste en él.

salar5

Fotos de Takaki Watanabe

NB : Imágenes del Salar de Uyuni en Bolivia. Es uno de los lugares más evocadores y misteriosos del planeta, el salar más grande del mundo con 12.106 kilómetros cuadrados de extensión. Esta gran concentración de sal está situada al suroeste de Bolivia, se formó por la evaporación de antiguos mares que bañaban el continente americano en épocas remotas. Está conformado por aproximadamente 11 capas de sal, cuyo espesor varía entre los 2 y 10 metros. Adicionalmente este Salar se constituye en una de las mayores reservas de litio del mundo y está situado a una altura de 3700 m.s.n.m.

 

Una puerta cerrada.

Muy bonita, sí, pero cerrada. Lo intenté todo para abrirla. No era para menos.

¿No era esa la puerta cerrada de la que hablaba mi abuelo, quien lo había escuchado de mi bisabuelo, que a su vez lo supo por mi tatarabuelo? La puerta más famosa de mi familia. Aquella que, según la historia, guardaba el tesoro más fabuloso que un hombre pudiera imaginar. Todo parecía indicar que era esa puerta.

Los primeros años la visité con cerrajeros y ladrones expertos, convencido de que no había cerradura que se les resistiera. Después probé con palancas, sopletes y martillos; incluso la embestí con mi coche. Nada. La puerta seguía intacta. Siempre cerrada.

Con el tiempo, me convertí en un experto en puertas. Sabía de bisagras, maderas y anclajes. También memoricé todas las frases célebres sobre puertas que encontré. De forma inexplicable, esa puerta cerrada moldeó mi vida. Escribí libros, di conferencias, y fotografié puertas que luego expuse con éxito en las mejores galerías del mundo.

En una de esas exposiciones conocí a la persona que amo, con quien formé una familia y un proyecto de vida maravilloso.

Hoy estaba frente a la puerta cerrada cuando comprendí que, en realidad, esa puerta había sido el origen de una vida feliz. Me planté frente a aquel trozo de madera y, mirando la cerradura, le dije:

—Gracias.

Oí un crujido y luego el chirrido de los goznes. La puerta se abrió ante mis ojos.

Y sí, allí estaba el tesoro más fabuloso que un hombre pudiera imaginar.

La cerré y volví a casa.

Me gusta cenar con mis hijos y tengo que preparar la presentación de mi exposición sobre puertas andaluzas, que se inaugurará en el MOMA el mes que viene.

Surrealismo.

Nunca antes había estado en esta situación. Mi labor como investigador de campo ha sido elogiada por mis superiores y respetada por mis competidores. Soy uno de los genios más destacados del sector.

Las misiones en las que he participado han sido arriesgadas. En muchas ocasiones, mi vida ha estado en peligro. Por eso no entiendo cómo, después de las condecoraciones, los aplausos y la admiración, ahora estoy encerrado en el Centro de Reordenamiento Cerebral.

Desde que el planeta perdió la memoria—histórica, cultural, moral… toda—he viajado a ciudades abandonadas para documentar su estado y evaluar la posible reubicación de la población. Hace años que vivimos bajo tierra, desde que las radiaciones solares se volvieron mortales. Pero ahora sabemos que el sol se ha estabilizado y podemos volver a plantearnos la vida en el exterior.

Aunque nadie recuerda el pasado, conservamos conocimientos básicos. Un compendio de conceptos que hemos reaprendido.

Documenté un hecho imposible: vi un buzo. Un buzo en una ventana.

El conocimiento básico es claro: buzo significa agua, no ventanas ni aire. Pero sé lo que vi. Estoy seguro de que el buzo estaba en la ventana.

Ahora estoy aquí, injustamente retenido por desordenamiento cerebral.

Y aún no les he dicho lo del huevo que piensa…

Detalle de la fachada del Museu Teatre Dalí (Figueres)

Cupido va a terapia. (V)

Esperé la siguiente sesión con nervios. No era fácil decirle a Cupido que debía tomarse un descanso, y menos en vísperas de San Valentín.   Su reacción me desconcertó.   Lanzó las flechas y el arco a un rincón de … Sigue leyendo