¿Hablamos?

Tenía que aparentar calma. Si le veía el miedo en los ojos, habría ganado.

El monstruo avanzaba con una sonrisa blanda, casi amable, y los brazos abiertos como quien va a recibirte. En cualquier instante abriría la boca y lanzaría contra ella su arma —esa contra la que no existía defensa.

Su única posibilidad era huir. Despistarlo un segundo, correr hacia los ventanales con todo el impulso que pudiera reunir y… saltar. No era mucha altura, pero tampoco sabía caer. Nunca había aprendido. Aun así, no había otra salida.

La sala era de un blanco impoluto, sin sombras. Una puerta blindada. Un ventanal enorme. Al otro lado, el cielo de un rojo raro.

Había plantas. En medio, dos butacones mullidos y confortables, separados por una mesita baja. Sobre la mesita, una bandeja: café humeante, té, agua y galletas de mantequilla.

Él se acercó un paso más.

Demasiado cerca.

Ella oyó el aire entrarle en la boca. Lo sintió preparar el sonido. El instante previo al golpe.

No podría soportarlo.

La raza humana ya no estaba hecha para eso. Habían eliminado, siglos atrás, todo lo que no fuera funcional. La comunicación se reducía a órdenes, datos, hechos: el área segura. Lo emocional se consideró un ruido peligroso, una grieta. Se había extirpado con paciencia , generación tras generación, hasta que las palabras dejaron de servir para decir lo que dolía, lo que alegraba, lo que hacía temblar por dentro.

De vez en cuando circulaban rumores: grupos de resistencia, viejas tribus obstinadas que aún conservaban aquella capacidad primitiva. Decían que secuestraban a humanos normales y los sometían a terapias bajo un lema terrorífico :

“Hablando se entiende la gente”.

Pocos sobrevivían a ese hiperestímulo cerebral y los que volvían lo hacían transformados, incapaces de sobrevivir en una sociedad aséptica.

Ahora le tocaba a ella.

Él alargó la mano y le tomó el codo delicadeza. La guio hacia los butacones.

Seguía sonriendo. En su mirada había algo que intentaba ser… ¿comprensión? ¿cuidado? Ella no supo leerlo. No tenía las herramientas.

Se sentó, rígida, en uno de los butacones. El café desprendía un aroma cálido. Las galletas olían a infancia —una palabra vieja que aún conservaba en su memoria.

Él se acomodó frente a ella. No invadió su espacio. No hizo ningún gesto brusco. Sólo la miró a los ojos, con paciencia.

Luego movió los labios.

Y lanzó el arma mortal, despacio, sin levantar la voz.

—¿Hablamos?

Nota : Aún estamos a tiempo: si volvemos a hablar de verdad, volvemos a encontrarnos como sociedad.

Casi Navidad.

Ya estamos en la casi Navidad: la de las luces en las calles, en las terrazas, en las casas, en las tiendas. Motivos navideños aquí y allá, ramas de abeto en los escaparates, mercadillos, árboles encendidos en las plazas de ciudades y pueblos. Todo parece dispuesto para que empiece algo, aunque todavía no haya empezado del todo.

Mientras la estética te envuelve, la publicidad insiste: familia , amor , nieve que cae a cámara lenta, chocolate humeante. Felicidad absoluta.

Hay quien lo disfruta, tanto la casi Navidad como la Navidad entera.
Y hay quien solo espera que pase rápido, que se evapore sin hacer demasiado ruido.

En este tiempo de reunión, las ausencias se hacen presentes, se agrandan, se despiertan. En estas fechas se echa de menos más. Un poco más fuerte, un poco más hondo.

Y, sin embargo, no hay que olvidar que el paso del tiempo es inexorable.

Inexorable es una palabra curiosa: suena a puerta que se cierra sin vuelta atrás. Nombra aquello que no se detiene ni se puede desviar. Como el paso del tiempo: sigue, aunque uno quiera quedarse un momento más en lo bueno, o saltarse lo que duele.

Visto así, con esta precisión temporal casi quirúrgica, quizá haya que recordar a los navideños que lo vivan con intensidad; y a los no navideños, que respiren hondo, que tengan paciencia y que se queden, al menos, con lo hermoso que tienen las luces cuando cae la noche.

Lo inexorable tiene una certeza: la Navidad pasará.
Y, como decía mi abuela: “Y que yo lo vea”.

Expectativa Pinterest, realidad tostador ( y el olor a coliflor).

Expectativa: Quieres que la cama luzca como la de un hotel de lujo: muchos cojines de diferentes tamaños y un camino de cama perfecto sobre una colcha impecable.

Realidad: Cada noche tienes que destruir la muralla de cojines que no vas a usar, doblar el camino y la colcha y buscarles un sitio hasta el día siguiente. Y vuelta a levantar la fortaleza al otro día. Y al otro. Y al otro… Bonito, sí.


Expectativa: Una cocina minimalista: solo el exprimidor y la batidora a la vista, una planta en cesta de mimbre y un cuenco de fruta natural.

Realidad: Tienes más utensilios que usas y quieres tener a mano cuando cocinas. Y ese tostador horizontal, de bar, que te va de maravilla, te acompaña desde hace años y ya ni siquiera se fabrica. Es feo, sí, pero imprescindible.


Expectativa: Cocina abierta al comedor-salón. El espacio se ve más amplio y, cuando tienes invitados, puedes hablar con ellos mientras preparas la comida.

Realidad: Funciona si solo haces ensaladas y platos fríos, pero si guisas, te encanta el pescado a la plancha o la coliflor hervida, prepárate para abrir todas las ventanas y montar una ventilación cruzada para sacar el olor a comida de toda la casa.


La expectativa es lo que sale en las revistas y en los proyectos de interiorismo.
La realidad es la vida que pasa dentro. Y una casa vivida tiene vida. La tuya.

End S.A.

Iniciando mapping

Cerca del mar.

Oigo a las gaviotas. Huelo la sal y la crema protectora con la que mi madre nos embadurna la espalda. La paella en el chiringuito, un polo de fresa. Arena, salitre, pestañas mojadas, ojos brillantes. Jugar y jugar. Y jugar…

En el hogar.

Se está calentito y bien. Me llega el aroma de la colada recién lavada, el café recién hecho mientras en la radio, oigo la sintonía de aquel programa. Abrazos. Risas. Partidas de parchís.

En un aula.

Aprendo. Café con los amigos. Lo huelo. Oigo la música de la fiesta. Tequila. Sigo aprendiendo. Crecimiento. La primera vez me impacta y me ruborizo. Sonrío. El rostro al viento y el sonido del tubo de escape de mi Vespa. Ilusión.

En una isla.

El sol y la brisa, especial. La piel ardiente y muy sensible. El amor. El placer. El sexo. Caricias y risas. Complicidad. El “Te quiero” de verdad,.Lo vuelvo a oír. Me lo dices, te lo repito. Más sexo.

En el nuevo hogar.

Nueva ilusión. El aroma de las cosas nuevas. Las ganas de usarlas y hacerlas viejas. La expectación. Los planes. El futuro. Caminar y buscar tu lugar. Los amigos de verdad.  Más amor. Familia. Niños y nuevos juegos. Los oigo reír. Me embelesa su mirada. Abrazos. Menos sexo.

En una ciudad gris.

Lejos del mar. Pérdida. Dolor y lamento. Te veo morir. Tristeza. Huelo tu aroma a cedro. Familia y ausencias. Separación. Los niños que fueron. Los amigos que son. El crecimiento que decrece. Caer. Resurgir. La esperanza. Tiempos serenos. Seguir caminando . Hay que llegar al mar…

Cerca del mar.

De nuevo aquí. El rumor de las olas. Veo la playa desde esta ventana. Me invade la esencia de la sal. Inspiro la brisa. Contemplo mi vida. La observo. Oigo las risas. Los niños de mis niños, pestañas mojadas, ojos brillantes nuevos. Huella. Satisfacción. Suspiro. Final.

Finalizando mapping…

tras

Apreciado cliente,

El servicio extra de confección de su Mapa de Vida que contrató con nuestra empresa End S.A. ha finalizado con éxito.

Nuestro objetivo es enriquecer los últimos 30 segundos de “visionado” de su vida que se ofrecen en el contrato básico de traspaso al otro mundo. Esperamos haber cumplido sus expectativas.

Le deseamos un Feliz Traspaso.

 

 

 

 

 

Tantas cosas y una sola.

Una mudanza lleva asociada una actualización del inventario de tu vida.
En las cajas, rotuladas con una máquina de etiquetas, hay objetos: los que sacaste o descolgaste porque ya no quedaban bien en el salón; aquellos de los que te cansaste pero, por ser de aquel viaje, no te atreves a tirar; y otros que guardas porque te los regalaron personas que te importan. Muchas cosas nunca saldrán de esas cajas.

También hay papeles, textos, cartas, teléfonos viejos, CDs y DVDs.
Clasificas y etiquetas, cada caja con lo suyo, hasta que llegas a las fotos.

Álbumes de fotos, de las de antes: de papel.
Son momentos irrepetibles; sentimientos que aparecen sin control, mezclados: melancolía y alegría, añoranza y sonrisa.

Son muchas cosas acumuladas en los años vividos. A ratos gana la tristeza por quienes ya no están y no sabrán de esta mudanza; pero, al final, cuando los recuerdos se aposentan, te queda una sola cosa: la sensación de que esta vida ha estado bien.
Cierras la última caja. Pegas la cinta. Apagas la luz. Y lo agradeces profundamente…

Menú infinito.

Te sientas a la mesa. El primer contacto es amable. Pides algo de beber. Llega un platito de aceitunas y la carta. Agradeces que no sea un QR. En DIN A4 se lee mejor que en el teléfono.

La carta es grande, y no solo de tamaño. La oferta desborda: entrantes fríos y calientes, ensaladas, arroces, pescados y carnes. En cada apartado, opciones a mansalva.

Cuando algo te apetece, lo marcas mentalmente; dos líneas más abajo aparece otra tentación. Ni siquiera has salido de «Entrantes» y ya dudas.

Sigues, porque quedan muchas propuestas por descubrir. La abundancia, más que abrir el apetito, lo divide.

Terminas la lectura empachado de posibilidades, y aún descubres una hoja suelta: «Sugerencias del día». Diez más.

Mejor cartas cortas: la elección es más amable y, si hay pocos platos del día, suelen ser, de verdad, del día.

Lo escribió Baltasar Gracián, un autor barroco del Siglo de Oro español : Lo bueno, si breve, dos veces bueno. (*)

(*) Baltasar Gracián (1601–1658). Aparece en su Oráculo manual y arte de prudencia (1647), dentro del aforismo “No cansar”. La forma completa es: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo».

Jardines que fueron.


Saludo a una vecina en la panadería. No tenemos mucho trato, pero durante años nos hemos intercambiado frases corteses.
Es una mujer mayor, agradable y educada, que habla con un marcado acento francés que la hace aún más encantadora. La llamábamos “la francesa”, aunque su nombre es Marie.
Se va a vivir a Francia, a su pueblo natal, y ha vendido la casa.

La noticia me impacta : la casa de la francesa ha sido un mito en mi vida. Ella pasaba horas en el jardín y desde allí nos saludaba. Ni la casa ni el jardín son grandes, pero todo encaja: los pilares del porche con la glicinia enredada, los maceteros de terracota velados por el tiempo, el lila suave que colorea la tarde. Hay laureles, lavanda y romero; algún granate entre los arbustos.
El limonero ya es enorme, como el roble bajo el que se adivina un sillón. Plantó rosales, hortensias y varias clases de jazmín. El aroma te invade al pasar.

Es un jardín salvaje y mediterráneo. Una maravilla.
Y esa es su pena: dejarlo.

Marie dice que la casa no le importa, aunque allí haya sido feliz. Lo que le duele es el jardín. Se necesitan años de cuidados para armar ese puzle de flores, arbustos y árboles; solo el tiempo y la dedicación logran esa armonía de colores y perfumes.
En unas semanas, otras personas ocuparán la casa y ella está muy disgustada: se ha enterado de que quieren arrancar la trepadora del porche porque, dicen, favorece roedores e insectos.

«Si pudiera, me llevaría el jardín conmigo», nos dice antes de despedirse, amablemente, como siempre y para siempre.

La casa de la francesa ya no será la casa de la francesa.
Al atardecer, cuando retiren la glicinia, el porche dejará de teñir de lila la pared y el jardín, por primera vez en años, ya no nos saludará.

La mella.

He tenido la suerte de tener en mi vida, a un hacedor de cucharas de madera de boj. Ahora, que ya no está con nosotros, cada pieza que tengo, cada una de esas cucharas y espátulas , torcidas y hechas con la débil agilidad de unas manos ya muy viajadas, se convierte en un tesoro único. Una pieza exclusiva de una serie de Edición Limitada.

Algunas las convertí en cuadros, para que estuvieran en mis paredes, recordándome la grandeza de la máxima sencillez, pero, el resto, son piezas funcionales en mi cocina. Utilizo mis utensilios artesanos de boj, cada día…

Una de las espátulas, se me ha roto. Justamente, es la que se concibió para remover las migas pero que yo he utilizado para muchas cosas (incluso de alcanza-cosas de los estantes más altos).

Me la miraba, allí tendida, con una muesca que la hace inviable para cocinar y me ha parecido preciosa. Esa mella, es parte de una historia. De una vida. Es un objeto que tiene muchísimas cosas que contar: desde el inicio, cuando era una rama de boj en el Pirineo Aragonés hasta el momento que se empieza a dar forma, se convierte en cuchara y llega a mis manos, viviendo en mi cocina durante muchos años.

Así que seguirá entre mis utensilios, de manera testimonial, para que no se me olvide que el tiempo pasa, que hace mella, que ya tengo mi lista de los que no están, pero, también, que tengo la suerte de almacenar todas esas vivencias en una despensa emocional para cuando necesito alimentar el alma.

Sí, dejo la espátula en el bote, for ever.

Mella

  1. Rotura o hendidura en el filo de un arma o herramienta, o en el borde o en cualquier ángulo saliente de otro objeto, por un golpe o por otra causa.
  2. f. Vacío o hueco que queda en una cosa por faltar lo que lo ocupaba o henchía, como en la encía cuando falta un diente.
  3. f. Menoscabo, merma, aun en algo no material.

 

La belleza.

La simetría que nos brinda la naturaleza es un lenguaje matemático (que yo no entiendo, pero percibo) integrado en nuestra vida, que —de conocerse en su totalidad y alcance— quizá esconda secretos muy importantes.

En la naturaleza nada ocurre sin razón. Todo tiene su porqué y su funcionalidad. Todo sirve para algo, aunque muchas veces no sepamos para qué…

Si observamos las semillas de este girasol, vemos que están perfectamente distribuidas, siguiendo una secuencia y una proporción. Increíblemente perfectas.

Al mirar esta composición simétrica y asombrosamente bella, estás observando una sucesión matemática que se repite en el mundo vegetal… y por todas partes.

Forma una serie de números en la que cada término es la suma de los dos anteriores (por ejemplo: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144, 233…) y se denomina, en términos matemáticos, sucesión de Fibonacci.

Vale. Me imagino a Fibonacci, alucinando, cuando se hizo evidente que esa secuencia se repetía sin cesar: en las plantas, en las telarañas, en las caracolas, en las colmenas… y preguntándose: ¿por qué siempre esta sucesión matemática?

Parece ser que, después de milenios de evolución, las plantas acomodan sus semillas de esta forma, logrando introducir una mayor cantidad en el mismo espacio, «economizando» valiosos recursos; pero por qué lo hacen siguiendo la sucesión de Fibonacci sigue siendo un misterio…

Esto de Fibonacci no acaba aquí. Los cocientes sucesivos alcanzan —o, mejor dicho, tienden a— un número concreto (1,618033989…). El phi, número áureo, portador de la «divina proporción».

Confieso que aquí ya me pierdo, y lo que hago es un acto de fe. Bueno, mejor, un acto de phi. Este número, estudiado por los renacentistas, los tenía impresionados, pues lo consideraban el ideal de la belleza; en concreto, la espiral áurea.

Espiral áurea: la razón de crecimiento es Φ, es decir, la razón dorada o phi.
(√5 + 1) ÷ 2 ≈ 1,6180339887

Esto es belleza.

Vuelta.

Vuelvo, volvemos, vuelven… todos estamos ya inmersos en nuestras rutinas, nos gusten más o menos.

La rutina actúa como una brújula: nos orienta. Proporciona la ubicación de tu vida en el presente. De ahí que, a veces, en las “vueltas”, decidas cambiar de rumbo, ajustar la velocidad o evitar según qué trayectos.

Intentando adaptarnos, se nos olvida que estamos aquí, un día más. Lo damos por hecho. Volver. Y, a veces, no hay vuelta.

Así que, bien por la rutina si nos hace felices. Bien por intentar cambiar la rutina para ser felices.

Bien por estar aquí .