Cuando el terapeuta abandona la habitación 216, siempre le invade una extraña inquietud. Recuerda la sonrisa del paciente, su serenidad, el buen rollo que desprende…

“Aquí se está muy bien. No tengo que preocuparme por nada: tengo ropa limpia cada día, tomo un buen desayuno y, después, paseo por el jardín. A veces me siento en el banco que está más al sur y pinto. Me gustan los árboles que se ven en la lejanía. Ya he hecho varias series de cuadros de esos árboles…
Por la tarde, me siento en el sofá (que es comodísimo, por cierto) y leo un libro, veo la televisión o hago una segunda caminata por el sendero de las flores. Me encanta ese camino: está plagado de geranios, rosas y margaritas…
Los lunes y viernes tengo la terapia. También me gusta. Es una gran oportunidad para hablar con alguien interesante, y usted lo es.»
Es un caso difícil. La terapia tiene como objetivo que recupere el equilibrio, pero le está planteando un dilema ético: la curación será a costa de cercenar su optimismo.
Si puede, que el caso es grave…
«Doctor, no entiendo por qué me dice que, si me pongo bien, saldré pronto. Pero… ¿por qué voy a querer salir? Y, si salgo, pues tampoco pasa nada. Ahí fuera hay un mundo bellísimo.»

NB: El exceso de optimismo se denomina “optimismo tóxico”. Como todo lo que nos rodea y con lo que interactuamos, el exceso es negativo. No nos permite desarrollar una conducta adaptada. Las expectativas que nos creamos son irreales y bajamos la guardia ante los peligros y amenazas del entorno. Ni ser optimista se libra de la mesura…

























