Hay gente que pone árbol: es bonito, luce bien, huele a infancia y proclama la Navidad. Y también están quienes, sin renunciar a la fiesta, se las ingenian sin árbol.
Cualquier cosa sirve para crear la estética navideña: una pirámide de ovillos, de libros, una escalera, una constelación de luces o una forma triangular hecha con lo que ya tienen en casa.
Es un árbol que, además de luces, tiene imaginación. Y convierte la Navidad en un gesto creativo.
Propongo una nueva tradición, a libre disposición de quien quiera adoptarla: cada año hay que inventar un árbol distinto… sin árbol. Y si queda torcido, mejor: es más real.
En pocos minutos, mi mesa de trabajo era un desastre. El lienzo recién empezado, la música sonando en mis cascos y yo encantada de la vida texturando. Pinturas y pasta de relieve, tarros con agua, pinceles de varias medidas… todo disperso. Mis manos, manchadas con los colores elegidos —mea culpa: odio los guantes— y pintura en la ropa, justo en la zona que el delantal no alcanza a cubrir.
Un cuadro, nunca mejor dicho.
En mitad de ese caos me vinieron a la cabeza los vídeos que me enseñan las redes. Esos reels de artistas de la pintura que muestran todo el proceso: talleres de revista, luz perfecta, plantas bonitas en las esquinas y ni una gota fuera de sitio. Ellos pintan sin acabar pareciendo una obra de arte abstracta llena de manchurrones. Terminan con elegancia, se limpian las manos, limpias, con un trapo igualmente inmaculado, y detrás se ve el cuadro perfecto. Ni rastro de plástico protector en el suelo; justo lo contrario que en mi caso, donde cubro todo lo que se pueda manchar… y aun así algo siempre se escapa.
Y entonces me pregunto: ¿es realmente la realidad frente a las redes? ¿O soy yo, que todavía tengo que aprender a pintar con más orden y concierto… o aceptar, simplemente, que mi proceso creativo es un pequeño y feliz caos?
El color seleccionado para 2026 por el Pantone Color Institute es Cloud Dancer — un blanco suave con matices sutiles, identificado oficialmente como Pantone 11-4201.
Calma y claridad en un mundo agitado: Cloud Dancer se describe como un “blanco aireado” que aporta serenidad, claridad mental y una sensación de paz en medio del ruido cotidiano. Es un “susurro de calma y paz en un mundo ruidoso”. (People.com)
Es un blanco suavizado que no se parece al blanco puro. Hay matices de marfil, crema o gris según la incidencia de la luz.
Pero lo que más me gusta de este color , es el nombre con el que lo ha bautizado Pantone…
La Navidad se va acercando y el blog entra en modo navideño. Hoy, con espíritu Grinch.
El Grinch-Gruñón es ese duendecillo verde, con una mala baba increíble, que intentó robar la Navidad. Se dice que su corazón es dos tallas más pequeño. Es curioso que se haya convertido en la figura oficial de quien odia la Navidad cuando, en realidad, al final del fantástico cuento del Dr. Seuss, el Grinch se da cuenta de su gran equivocación, se ablanda y se vuelve casi adorable. Su error fue pensar que, robando los adornos navideños y los regalos, podía cargarse la fiesta. La moraleja es que la Navidad es mucho más que luces y paquetes. A él, incluso, le crece el corazón…
A mí, el Grinch me cae simpático. Sobre todo ahora, que empiezo a entender perfectamente eso de robar adornos navideños. No es mala idea…
Sobre todo si empezamos por los que contaminan visualmente. Mi vecino ya ha colgado sus luces, como cada año y las veo desde a mi ventana: una auténtica bofetada visual, ya os lo digo. No tanto por los colores , que creo que están todos los posibles, si no por el parpadeo histérico. Van locas.
Debería colgar un letrero con un aviso tipo : “Este balcón contiene luces estroboscópicas que pueden afectar a personas fotosensibles.”
Es posible que las eche de menos el día que no las ponga, pero ahora mismo me sale el espíritu Grinch.
Este año, además, venía con innovación y emitían una melodía navideña, pero la canción dejó de sonar al segundo día. Menos mal.
Ahora mismo, mientras escribo, las estoy viendo con su intermitencia desquiciada.
No consigo que me inunde el ambiente navideño, y mira que me gusta observar las decoraciones que voy viendo cuando camino por las calles; y aunque la de mi vecino no sea en absoluto de mi estilo y respeto su entusiasmo navideño, no hay manera de que me acostumbre a ese caos visual arrítmico.
Mejor dejo el tema antes de que me brote el pelaje verde.
Comparto mis propias fotos en Unsplash, pero lo que de verdad disfruto es compartir las de otros. Me los imagino frente a la escena —o construyéndola—, cámara en mano, saboreando el instante y el resultado.
Esto es una muestra de gente que hace fotos inspiradas en la Navidad.
Ya estamos en la casi Navidad: la de las luces en las calles, en las terrazas, en las casas, en las tiendas. Motivos navideños aquí y allá, ramas de abeto en los escaparates, mercadillos, árboles encendidos en las plazas de ciudades y pueblos. Todo parece dispuesto para que empiece algo, aunque todavía no haya empezado del todo.
Mientras la estética te envuelve, la publicidad insiste: familia , amor , nieve que cae a cámara lenta, chocolate humeante. Felicidad absoluta.
Hay quien lo disfruta, tanto la casi Navidad como la Navidad entera. Y hay quien solo espera que pase rápido, que se evapore sin hacer demasiado ruido.
En este tiempo de reunión, las ausencias se hacen presentes, se agrandan, se despiertan. En estas fechas se echa de menos más. Un poco más fuerte, un poco más hondo.
Y, sin embargo, no hay que olvidar que el paso del tiempo es inexorable.
Inexorable es una palabra curiosa: suena a puerta que se cierra sin vuelta atrás. Nombra aquello que no se detiene ni se puede desviar. Como el paso del tiempo: sigue, aunque uno quiera quedarse un momento más en lo bueno, o saltarse lo que duele.
Visto así, con esta precisión temporal casi quirúrgica, quizá haya que recordar a los navideños que lo vivan con intensidad; y a los no navideños, que respiren hondo, que tengan paciencia y que se queden, al menos, con lo hermoso que tienen las luces cuando cae la noche.
Lo inexorable tiene una certeza: la Navidad pasará. Y, como decía mi abuela: “Y que yo lo vea”.
Llegó de otras latitudes, hace siglos, viajando de mano en mano. Con el tiempo se adaptó a cualquier clima que no fuera de frío intenso o muy húmedo. No la veremos en Canadá ni en Singapur, pero cualquier clima semiárido le sienta de maravilla a esta planta suculenta.
No sabía si el frío del invierno y la tramontana la harían sentirse cómoda, pero, contra todo pronóstico, decidió quedarse en casa. Aprendió a doblarse sin romperse, a guardar agua y paciencia, a dividirse para llenar nuevas macetas o para regalar. Siempre en forma, creciendo, multiplicándose.
He visto que sus hojas se tiñen de morado y pensé que el aloe había enfermado, pero no: es un truco químico de una planta perspicaz, pigmentos que produce cuando el frío, el viento y el sol se pasan de intensidad. Ese color funciona como protector y, más que un problema, indica que la planta está activa y a gusto.
Grandes, pequeñas, en flor: todas comparten el mismo mensaje.
Han hecho una “Interpretación Semiótica Visual Subjetiva” de uno de mis cuadros.
La semiótica visual es una rama de la semiología (semiótica) que trata sobre el estudio o interpretación de las imágenes, objetos e incluso gestos y expresiones corporales, para comprender o acoger una idea de lo que se está visualizando. Por ejemplo, un cuadro…
Alguien lo ve y me dice: “Esto ha nacido de la tristeza. El color lo dice todo. Estás triste…”.
Interpreta la imagen, canaliza toda la información y lo percibe así: triste…
En realidad, la cronología de la creación es otra:
Se me rompió una pulsera que llevaba años conmigo; su valor era emocional y quise conservar las cuentas de cristal.
Al ordenar el trastero descubrí un lienzo hecho polvo que podía reciclar y un espray de pintura de pizarra.
Al salir del trastero hacía un día espléndido. Todo se conectó de forma fluida: bastidor, pintura, cuentas de cristal, pegamento, sol. Me puse los cascos y… no hay semiótica para explicarlo.
Disfruté enormemente.
No sé si es que no aprendemos o si queremos hacer de esto una tradición en mi casa. Yo digo: «No quiero orquídeas; se me mueren todas», pero, cada año, sin hacer caso a mis indicaciones, tengo orquídeas. Y, en esta ocasión, dos.
Me siento culpable solo con verlas ahí, envueltas en su papel de regalo, tan lozanas y bonitas. Su vida está en mis manos y se acabará, seguro, bajo mis cuidados. Pero quien me las trae lo considera un ejercicio de perseverancia: «Esta vez vivirán y las flores rebrotarán», me dice. Lo celebro, porque siempre es motivador que alguien tenga confianza en ti, pero, en mi interior, me siento una serial killer de orquídeas, porque ya llevo un número considerable de fracasos.
Busco la vida media de la planta y me encuentro con esto: «Una orquídea, con los cuidados adecuados, puede vivir entre 10 y 15 años o incluso más, llegando a vivir décadas o incluso más de un siglo en algunos casos excepcionales, como una Phalaenopsis de más de 100 años. Su longevidad depende en gran medida de las condiciones ambientales y del cuidado especial que se les brinde».
A ver si me redimo con estas dos, o con una de ellas, que ambas es demasiado optimismo…