Cuentos de andar por casa.

De andar por casa” : algo sencillo, casero y nada sofisticado.

Esta es una recopilación de diez relatos breves de andar por casa porque, si los lees, recorrerás una casa: recibidor, baño, dormitorio, cocina, salón, terraza… Espacios de hogar, espacios de vida.

Os invito a cruzar la puerta. 

Lo primero que encontraréis es un recibidor y a Manuela.

Las horas contadas.

7:00 a. m.

Camino hacia la panadería que hay a cinco manzanas de mi casa. El pan es artesano, hecho en horno de leña… Parece pan de verdad, de esos que no adquieren la consistencia de goma a las tres horas de haberlo comprado…

El paseo es relajante. Lo necesito. No hay forma de que se calle.

Últimamente no duermo bien. Doy tantas vueltas, surcando todos los rincones de la cama, que acabo levantándome… Veo la tele, escribo, leo, me preparo una infusión relajante… Transito en la noche…

Por lo menos, lo que me cuenta en el paseo es agradable y me hace olvidar que me estoy volviendo loco…

La calle, tan bella, engalanada con farolillos y árboles frondosos. Los bancos de madera, envejecidos por el uso… Las hojas, desmayadas en el suelo. A veces, danzando con el viento, arremolinándose… Al caminar, un delicioso crujido anuncia que el otoño ya está aquí y, a lo lejos, casi intuyéndose, ese bendito olor a pan calentito, recién hecho…

7:30 a. m.

La puerta de la panadería se abre al compás de un tintineo delicioso. Hay unas campanitas colgadas en la parte superior que avisan de la entrada de la clientela. Tras el suave repiqueo, llega el aroma. No sólo hay pan. Se abre una puerta y, por el aire, se esparce el azúcar. Huele a dorado, a mantequilla y a nata…

El pan está ordenado por tipos, en unas preciosas cestas de mimbre. Hay pan con nueces y pipas, rústico, integral… Y ciabatta: suave, ligera, con mucho poro y corteza crujiente.

La chica que atiende en la panadería es muy agradable, aunque no para de hablar. Desde que han sonado las campanitas hasta este mismo momento, no he podido decir más que “Buenos días”. Mientras pone mi ciabatta en una bolsa de papel kraft, me explica que un vecino, conocido común, está muy enfermo. Y entonces me dice: “Tiene las horas contadas”.

Y yo pienso —que no digo porque no puedo—: “Yo también tengo las horas contadas”.

Camino ya de vuelta. Escojo otra ruta. Por lo menos, lo que me cuente será diferente. Variado.

Tomo el camino más largo, el que atraviesa la pequeña plaza donde montan el mercado semanal.

8:00 a. m.

Hoy es día de mercado.

Los tenderetes están perfectamente situados en cinco líneas rectas y paralelas. Cada uno tiene una forma diferente. Los colores de las verduras, las frutas y las hortalizas dibujan un estampado espectacular. Perfectas pirámides de tomates y manzanas. Apilamiento simétrico de lechugas y espinacas. Ristras de naranjas y limones. Cestas llenas de setas. Precioso.

Pronto serán las ocho. Ya se acaba esta hora y… vendrá otra. Y otra, y otra. Y todas, cada una de ellas, me serán contadas por esa voz que oigo en mi cabeza, volviéndome más loco.

He intentado lo de las horas muertas, a ver si así se calla, pero… me cuenta esa hora muerta de no hacer nada con todo tipo de detalles: “Estirado en el sofá, mientras el aire se desliza por la ventana entreabierta. Se oyen las risas de los niños que juegan. Más allá, una alarma insistente. Una mosca vuela bajo, buscando alimento para su prole. Se detiene en un vaso con restos de Coca-Cola… bla, bla, bla…”

No hay forma de acallar a ese narrador que sólo oigo yo. Siempre. Hasta los sueños me cuenta…

Será por horas… Horas bajas…

Y cuando oigo eso de “tenerlas contadas”, pienso que sí, que las tengo contadas. Todas. Minuto a minuto. Y que quizá, gracias a eso, veo cosas que los demás no ven.

Porque, mientras me las cuenta, no sólo camino: siento el aire frío en la cara, el peso tibio de la bolsa de pan en la mano, el crujido de las hojas que se rompen bajo la suela. Huelo la mantequilla antes de probarla. Distingo el brillo distinto entre un tomate muy maduro y uno que aún está duro. Escucho cómo suenan las campanitas de la panadería…

Si se callara del todo, quizá también se apagarían esas cosas pequeñas. No sé.

Tal vez no deje nunca de hablarme. Tal vez me siga narrando cada hora como si fuera la última. Pero, mientras lo hace, me regala detalles que, de otra forma, pasarían de largo.

Y eso, hoy, me basta. Me lo repito constantemente, para no volverme loco…

Camino con mi pan caliente y pienso: vale. Que me cuente esta hora.

A ver si mañana, deja de contármelas…

En exceso, es tóxico.

Cuando el terapeuta abandona la habitación 216, siempre le invade una extraña inquietud. Recuerda la sonrisa del paciente, su serenidad, el buen rollo que desprende…

“Aquí se está muy bien. No tengo que preocuparme por nada: tengo ropa limpia cada día, tomo un buen desayuno y, después, paseo por el jardín. A veces me siento en el banco que está más al sur y pinto. Me gustan los árboles que se ven en la lejanía. Ya he hecho varias series de cuadros de esos árboles…

Por la tarde, me siento en el sofá (que es comodísimo, por cierto) y leo un libro, veo la televisión o hago una segunda caminata por el sendero de las flores. Me encanta ese camino: está plagado de geranios, rosas y margaritas…

Los lunes y viernes tengo la terapia. También me gusta. Es una gran oportunidad para hablar con alguien interesante, y usted lo es.»

Es un caso difícil. La terapia tiene como objetivo que recupere el equilibrio, pero le está planteando un dilema ético: la curación será a costa de cercenar su optimismo.

Si puede, que el caso es grave…

«Doctor, no entiendo por qué me dice que, si me pongo bien, saldré pronto. Pero… ¿por qué voy a querer salir? Y, si salgo, pues tampoco pasa nada. Ahí fuera hay un mundo bellísimo.»

NB: El exceso de optimismo se denomina “optimismo tóxico”. Como todo lo que nos rodea y con lo que interactuamos, el exceso es negativo. No nos permite desarrollar una conducta adaptada. Las expectativas que nos creamos son irreales y bajamos la guardia ante los peligros y amenazas del entorno. Ni ser optimista se libra de la mesura…

Tengo que comprar una mesa…


Yo he sido víctima de una mesa loca. La anterior era un modelo rústico que provenía de la casa de campo de mis padres. Estaba vieja y gastada, pero era de una madera maciza y oscura que me encantaba.

Cuando me llamó un amigo para ofrecerme la oportunidad de mi vida (conseguir una súper mesa de diseño, totalmente gratis), no dudé ni un instante y dije que sí. Lo más sorprendente es que no tuve que ir a buscarla yo: me la trajeron a casa una hora después de haberla aceptado.

Y digo sorprendente porque, cuando alguien regala un mueble, normalmente quiere deshacerse de él rápidamente (sí), pero no se quiere hacer cargo del traslado (evidentemente), y menos si se trata de un mueble voluminoso.
Normalmente, el favor que te hacen lo pagas con el favor que les haces al desplazar, fuera de sus vidas, esa cosa que ocupa un espacio importante. En este caso, sesenta minutos después de colgar el teléfono, unos señores de UPS descargaban la mesa en mi salón… y se llevaban la vieja mesa familiar.

Juro que me pareció que, cuando la bajaban por la escalera, las patas carcomidas me hicieron un gesto un tanto obsceno.

La nueva mesa era preciosa. La acaricié, pasando suavemente las palmas de las manos por la superficie brillante. Oí un gemido que ignoré y seguí mi ruta acariciante. Más gemidos… Busqué el origen del sonido, pensando en mis vecinos, pero, al cesar el contacto con la mesa, se hizo el silencio.

Al principio parecía una mesa normal, pero las cosas fueron cambiando a medida que pasaban los días.
La mesa tenía vida propia… y una personalidad irritante.

Si me olvidaba el salvamanteles (yo no sabía ni que existían) y se quemaba un poco, me sacudía con las patas. Literalmente. Patadas reales.
Si no ponía el mantel y colocaba mi portátil encima, al calentarse la batería, la mesa se enfadaba y se doblaba en dos. No aplastó mi Mac de milagro.

El mantel —que debía ser de lino y estar planchado (no toleraba las arrugas)— era lo único con lo que estaba tranquila.
Si comía sin él, extendía sus patas horizontalmente y me dejaba plantado en el suelo, con desparrame de platos y vasos.

No podía dejar que aquella mesa me venciera. Era un mueble. Era una mesa. Así que emprendí una lucha sin cuartel.
Quería doblegarla.

Comía con espinilleras y coderas. Ideé un sistema de barras de hierro para impedir que se doblara e, incluso, apilé libros debajo, cubriendo su altura para que no pudiera desplomarse.

Mis amigos me confesaron que creían que estaba loco en esa época de mi vida… y es verdad. Estaba loco.
Y la mesa, también.

La muy bruja nunca se mostraba hostil cuando había alguien en casa. Lo hacía en la intimidad, con el único objetivo de fastidiarme… Llegamos a los insultos (la mesa hablaba) y a las manos (y a sus patas). Descubrí, con horror, que no podía moverla. Ni cortarla con una sierra del tamaño de la de Viernes 13.
La situación se hizo muy, muy tensa y, lo peor, no veía solución.

Al mes de tener la mesa loca en casa, el que estaba a punto de volverse loco era yo. Aunque penséis que ya lo estaba (¿quién batalla contra una mesa?), os prometo que todo lo que os he explicado es verdad. No fueron imaginaciones mías. Tengo vídeos y fotos que lo demuestran.

Así que, consciente de lo inusual de la situación y del peligro que corría, tomé una decisión: ella o yo.

Y fui yo.

Puse el piso a la venta a un precio atractivo e incluí “todos los muebles”. No tardé en venderlo, perdiendo dinero pero ganando, al fin, la batalla contra la mesa loca.

Allí se quedó… De momento, el nuevo propietario no ha contactado conmigo, aunque también es verdad que me cambié de teléfono e intenté borrar mi rastro lo mejor que pude.

Me fui a vivir a las afueras, y, cuando llegó el momento de amueblar el apartamento, no me vi capaz de comprar una mesa nueva.

Tengo un trauma. Serio.

Mi terapeuta dice que solo lo superaré si compro una mesa.

Y me he decidido. Tengo la espalda hecha polvo y cada vez me cuesta más comer en el suelo.

Iré a la maldita tienda y prestaré atención a las mesas que allí habitan. Tendré que controlarme para no dar unas patadas a las patas o pasar las manos por la superficie para observar su reacción…
Me llevaré un punzón y un mechero.
Y las espinilleras.

Por si acaso.


Hacedores de dificultad.


El mensaje era muy breve y se autodestruyó a los pocos segundos: “Aislar a los Hacedores de Dificultad”.

Mi departamento es el que se ocupa de controlar a los Hacedores. Hay de dos tipos: los Hacedores de Facilidad, que no nos dan ningún problema. Suelen ser muy flexibles, saben negociar y tienen como objetivo poner las cosas fáciles a los demás. Los Hacedores de Dificultad son los problemáticos. Estos sujetos son capaces de hacer difícil la cosa más fácil del mundo.

Hay niveles muy superficiales, como por ejemplo el que va poniendo pegas a todos los lugares que decide el grupo de amigos para ir a tomar una copa, pero también está el que, con sus continuos obstáculos, se carga una relación familiar, organizaciones, empresas y gobiernos.

Hacía tiempo que, en el departamento, se estaban oyendo todo tipo de rumores: “Van a cargárselos a todos. Hay demasiados”, “Están buscando a todos los Hacedores de Dificultad de todos los niveles y los van a enviar a una isla desierta para que, juntos, se dificulten la vida unos a otros”. Eran habladurías; nosotros no habíamos recibido ninguna orden formal de la cúpula hasta… hace una semana.

Han sido unos días de locura, pero ya lo hemos hecho.

No nos ha costado nada identificar a los Hacedores de Dificultad. Los más leves han sido liberados, pero los de niveles profundos han sido interceptados. Todos.

Para detectarlos, solo hemos entablado un diálogo y hemos introducido una propuesta fácil a consensuar. Cuando el sujeto complicaba el argumento y daba vueltas en círculo hasta la complicación máxima, lo enviábamos a la unidad de transporte.

Ahora están todos en una isla de difícil acceso y con una geografía también muy difícil. Es difícil cazar y difícil pescar. Los árboles son tan altos que es muy difícil llegar a sus frutos. La tierra es árida y difícil de cultivar. El clima, caprichoso, no da tregua y dificulta la vida en general… Los Hacedores de Dificultad intentan constituir una República Independiente y Democrática en la que todos puedan decidir sobre las normas que regularán su convivencia en la isla, pero, de momento, no han llegado a un acuerdo. Todo son dificultades.

A día de hoy, están juntos e incomunicados.
Aislados.
Y el mundo parece mejor y… más fácil.


Venganza


Al principio, hasta sentíamos simpatía por él. Las agresiones se centraban en pintadas en las fachadas y puertas. Se publicaban proclamas en Twitter y en blogs, y hubo quien las hizo virales. Había una cierta lógica en lo que se decía…

—Sois vosotros los que no lo veis. Estáis ciegos. Totalmente ciegos. Sois cómplices de esta barbaridad. Y culpables. Exhibís los cadáveres y os da igual. Sólo os interesa que todo “esté bonito”… Imbéciles. Malvados. Sois seres repugnantes…

Yo mismo dejé de comprar flores… Pero su locura fue avanzando a medida que conseguía más impacto social. Supongo que ese fue el detonante para que su manía se convirtiera en una psicopatía grave.
Se volvió loco…

(…)

Estamos trasladando al Asesino de las Flores del juzgado al hospital psiquiátrico, donde pasará el resto de sus días. Lleva una camisa de fuerza, está esposado y con los tobillos encadenados, pero se nos ha olvidado taparle la boca. No para de vociferar. Ni las mamparas de seguridad de la furgoneta policial consiguen amortiguar sus gritos. Mi compañero sube el volumen de la radio para no oírlo.
Hay un atasco en la salida… Tenemos para rato…

—No me arrepiento de nada. ¿Qué, no os dais cuenta de que son seres vivos? Nacen, crecen, se alimentan, se reproducen… ¿Os gustaría que os dejaran sin nutrientes hasta marchitar lentamente y morir? ¡Se mueren! ¡Las matáis! ¡Sois vosotros los que deberíais estar aquí!

Es un hombre muy grande. Sólo su dimensión ya da miedo…
Asesinó a los propietarios de siete floristerías de la ciudad, estrangulándolos con esas manazas que imponen, incluso esposado.

Dice que matamos las flores.
Dice que las amputamos de sus raíces, desde las que absorben sus nutrientes, y las dejamos morir en un jarrón, con la única justificación de que es ornamental.
Dice que alteramos la cadena trófica.
Dice que los asesinos somos nosotros…

Respiramos aliviados cuando lo dejamos a cargo del personal del pabellón de alta seguridad del hospital. Su mirada, al bajar del furgón, nos hiela la sangre.
Este tío es un asesino que ha matado a siete personas. Una de ellas, Juani, la propietaria de la floristería del barrio.

Cuando nos estamos alejando, oímos sus gritos desgarradores. Son como un trueno…

(…)

A los pocos días, nos enteramos de que ha muerto.
¡Qué ironía!

Las enfermeras intentan humanizar el ambiente del psiquiátrico y ponen un jarroncito de flores en todas las habitaciones.
Eso es lo que se encontró el Asesino de las Flores cuando entró en su celda.
Al ver las margaritas, le dio un infarto. Los médicos no pudieron reanimarlo.

De camino a la comisaría, acabando ya nuestro turno, le pido a mi compañero que pare en la Floristería Juani y compro un ramo.
Hemos creado un fondo común.

Antes de dejar el coche patrulla, aparcamos en el cementerio.
Las cenizas del Asesino de las Flores están en un columbario municipal. Nos acercamos hasta allí.
No hay ninguna inscripción, pero nosotros sabemos que está ahí.

Dejamos el ramo de flores en su tumba.


Una puerta cerrada.

Muy bonita, sí, pero cerrada. Lo intenté todo para abrirla. No era para menos.

¿No era esa la puerta cerrada de la que hablaba mi abuelo, quien lo había escuchado de mi bisabuelo, que a su vez lo supo por mi tatarabuelo? La puerta más famosa de mi familia. Aquella que, según la historia, guardaba el tesoro más fabuloso que un hombre pudiera imaginar. Todo parecía indicar que era esa puerta.

Los primeros años la visité con cerrajeros y ladrones expertos, convencido de que no había cerradura que se les resistiera. Después probé con palancas, sopletes y martillos; incluso la embestí con mi coche. Nada. La puerta seguía intacta. Siempre cerrada.

Con el tiempo, me convertí en un experto en puertas. Sabía de bisagras, maderas y anclajes. También memoricé todas las frases célebres sobre puertas que encontré. De forma inexplicable, esa puerta cerrada moldeó mi vida. Escribí libros, di conferencias, y fotografié puertas que luego expuse con éxito en las mejores galerías del mundo.

En una de esas exposiciones conocí a la persona que amo, con quien formé una familia y un proyecto de vida maravilloso.

Hoy estaba frente a la puerta cerrada cuando comprendí que, en realidad, esa puerta había sido el origen de una vida feliz. Me planté frente a aquel trozo de madera y, mirando la cerradura, le dije:

—Gracias.

Oí un crujido y luego el chirrido de los goznes. La puerta se abrió ante mis ojos.

Y sí, allí estaba el tesoro más fabuloso que un hombre pudiera imaginar.

La cerré y volví a casa.

Me gusta cenar con mis hijos y tengo que preparar la presentación de mi exposición sobre puertas andaluzas, que se inaugurará en el MOMA el mes que viene.

Esperadores Profesionales Ltd.


Los Esperadores Profesionales son un grupo organizado de personas especiales que se dedica a «esperar» profesionalmente. He dedicado muchas horas de investigación y he movido contactos importantes para poder conocer a uno de ellos. Es muy difícil acceder al grupo si no tienes una recomendación personal, pero finalmente, y como –favor- de- un- favor- por- otro- favor- de- un- amigo- de- un- amigo- de- mi- primo, el Esperador Profesional me ha visitado esta mañana.

He abierto la puerta a un hombre de unos treinta y cinco años, con aspecto cuidado pero anodino. Podría ser un vecino o cualquiera de las personas con las que me tropiezo en el autobús. Me esperaba algo más espectacular. No sé, un tipo con una capa roja y un escudo con las letras «EP» bordadas en el centro y, sí, confieso que en mis fabulaciones, he pensado que volaría, pero… el hombrecillo era normal. Totalmente normal. La única característica remarcable era la extraña mochila que colgaba de su espalda.

–Hola, soy el Esperador Profesional. ¿Es usted Bypils? –me saludó, tendiéndome la mano.

–Hola, Esperador. Sí, yo soy Bypils y lo estaba esperando. ¿Quiere pasar? –lo invité a sentarse en el sofá. –Siéntese, por favor.

Con un movimiento fluido, el hombre sacó la mochila del hombro, la agitó en sentido vertical y vi cómo se desplegaba, automáticamente, una confortable silla que plantó en el centro de mi salón. Ante mi mirada sorprendida, me explicó que los Esperadores Profesionales tienen su propia silla reglamentaria y que solo pueden esperar en ellas. Acto seguido, se sentó y me preguntó con una voz serena y paciente:

–¿Qué es lo que está esperando?

–Bueno, la verdad es que nada en concreto –le respondí–. Estoy documentándome para una novela sobre un escritor que no tenía historias sobre las que escribir, y he descubierto que hay un servicio de «espera» de… inspiración.

Se levantó de su silla reglamentaria y volvió a plegarla:

–Lo siento. Yo soy un Esperador Físico y usted necesita un Esperador Espiritual.

–¿Espiritual? –Mi frustración debe haber sido tan palpable que el hombre se compadeció de mí. Dedicó unos minutos a explicarme cómo funcionan los Esperadores Profesionales.

«Para ser un Esperador Profesional, se deben cumplir tres requisitos:

1) Disponer de todo el tiempo del mundo.
2) Poseer un gran autocontrol sobre las emociones y las sensaciones.
3) Tener una paciencia infinita para asumir la desesperación.

Al igual que en otras profesiones, a los candidatos se les somete a exámenes exhaustivos para verificar estas características imprescindibles y, si son confirmadas, se expide un certificado de ‘Personalidad Apta Para Esperador’ (PAPE).

Con la obtención del PAPE, se pasa a la segunda fase. En este período, el Esperador elige su especialización. Se puede optar a dos tipos de ‘espera’: 1) la física y 2) la espiritual.

Los que eligen la tipología física son entrenados para esperar a alguien en un lugar concreto, para esperar un mensaje (email, teléfono, correo) o para formar parte de una cola. Saben controlar las fases de la espera de una forma magistral. Superan la leve irritación de los largos tiempos de inmovilidad y controlan que esta crezca hasta convertirse en desesperación cuando los tiempos de espera se alargan considerablemente.

Los servicios del Esperador Profesional Físico son muy solicitados por aquellos a los que la espera los paraliza y bloquea cualquier tipo de actividad. Estos profesionales evitan que los que no posean sus habilidades se desesperen esperando. Se les requiere para conciertos y citas con Organismos Oficiales. Hay quien los deja delante de su dispositivo, de su buzón, en una sala… para que esperen la recepción de un mensaje, una citación judicial, el resultado de un examen o la recepción de una carta de una editorial con la respuesta al envío de un manuscrito… Ellos esperan y permiten que el cliente pueda seguir adelante con su vida, sin paralizarla por tener que esperar.

El Esperador Profesional Espiritual tiene una misión más compleja. Si se elige esta especialización, es necesario pasar por un segundo examen que confirme que se tienen habilidades de detección espirituales. El que espera la inspiración o el amor debe saber detectar el momento exacto en el que llega para comunicárselo a su cliente. No se sabe qué es lo que les confiere esta habilidad, pero son capaces de avisar al cliente del momento concreto en que llegará lo que esperan, para que puedan situarse en el lugar correcto y esperarlo sin desesperarse.

–¿Pero de verdad saben cuándo llega la inspiración o el amor? –estoy tan asombrada que no me salen las palabras.

El Esperador Profesional Físico, armado de paciencia, me respondió que sí y continuó con su disertación:

«En estos momentos solo hay tres Esperadores Espirituales en activo. Hay muy pocas personas en el planeta que puedan detectar que se acerca el amor de tu vida, por ejemplo. O la inspiración. O la felicidad… O la muerte.

De estos tres, solo hay uno libre en estos momentos. Si quieres contratar al que está libre, debes darte prisa. Corre el rumor de que una actriz de Hollywood que lleva esperando muchos años al amor de su vida le quiere hacer una oferta.

Se marchó a toda prisa. Taylor Swift está en la ciudad y le llueven las ofertas para esperar en la cola de entrada al Auditorio, pero… me dejó el e-mail del Esperador Profesional Espiritual disponible.

Y, mira, aunque yo misma me dé cuenta de que todo esto no es normal, tenía mucha curiosidad por saber qué hacía exactamente y qué cobraba un Esperador Profesional Espiritual, así que le envié un e-mail.

Desgraciadamente, la actriz famosa se me ha adelantado.


Bola o piedra.

Era un día normal, de los de rutina. Aquel hombre agradecía ese devenir sin cambios. Los cambios podían proporcionar alegrías pero, también, sustos y él había conocido más de lo segundo que de lo primero así que el famoso “No news,good news” era su slogan preferido.

Pero, aquel día iba a ser de todo menos rutinario. En la mesa de su anodino despacho, se encontró un pisapapeles en forma de bola de cristal. El hombre preguntó a todo el que encontró en la oficina, pero nadie sabía de quien era aquel objeto. La luz incidía en el centro e irradiaba rayos luminosos que lo hacían todo más bonito así que decidió dejar el pisapapeles y devolverlo a su propietario en caso de que alguien lo reclamara.

Después de comer el menú en el restaurante de siempre, el hombre volvió a su despacho. Para su sorpresa, al lado de la bola de cristal, había una piedra de color marrón. También podía ser un pisapapeles– pensó. Volvió a preguntar al personal de su planta, pero nadie sabía de quien era aquella piedra. No era muy bonita, pero, al suponer que también tendría un dueño, la dejó encima de una columna de papeles que siempre volaban al abrir la ventana.

Por la tarde, ya casi a la hora de fichar, se fue al tablón de anuncios. Había impreso un folio, notificando donde estaban esos pisapapeles, por si alguien los buscaba. Entonces, se percató del silencio, anormal en aquel horario. No había nadie. Estaba solo. El hombre miró su reloj y después, aquella sala vacía. Algo le llamó la atención: una luz brillaba en su despacho.

Alguien había colocado la bola de cristal y la piedra marrón en el centro de la mesa. También había una nota caligrafiada.

Puedes elegir uno de estos dos objetos: la bola de cristal que adivina el futuro o la piedra,esa con la que van tropezando los seres humanos a lo largo de la historia”.

Abrió la puerta para mirar si había alguien gastándole una broma, pero la oficina seguía vacía. Sin sonido, sin una brizna de aire en movimiento. Parecía que el tiempo se había detenido. Y sin saber por qué, el hombre creyó que la bola era mágica y la piedra era la famosa piedra, así que tenía que elegir entre ver el futuro o no volver a equivocarse.

Se fue con uno de los objetos dentro de su maletín y al salir, vio a todo el personal del departamento, trabajando, casi a punto de finalizar su jornada. 

Al cabo de una hora, el hombre feliz con su rutina se dirigió al aeropuerto.

Antes de la detención, los testigos confirmaron que el hombre estaba muy eufórico, un poco fuera de sí. Vociferaba, pero casi no se le entendía, que tenía la solución para no volver a cometer los errores que la historia nos enseña que no debemos repetir, que si el fin de los conflictos, que la paz mundial, bla, bla, bla. Lo peor fue cuando sacó una piedra de su maleta y quiso entrar en el edificio con ella en la mano, en alto. Al intentar reducirlo, la piedra impactó contra la colosal escultura de Poseidón que decoraba el vestíbulo.

Mientras el detenido esperaba la tramitación de la extradición a su país, se le hizo un examen psiquiátrico para valorar su grado de peligrosidad. 

El hombre explicó que tenía que elegir entre ver el futuro o no equivocarse nunca más pero que, por una vez en su vida, decidió no seguir las normas y no quedarse solo con una opción.

Miró la bola de cristal y vio el futuro. Después, aún conmocionado por la visión, cogió la piedra y se fue, directamente, al aeropuerto.

Su destino era la 405 E 45th St. de la ciudad de New York, la sede de la ONU, Organización de las Naciones Unidas.

Quería que tuvieran la piedra…

NB 1 : “El hombre es el animal que tropieza dos veces en la misma Piedra” del historiador griego Polibio.

NB 2 : Significado: El ser humano no siempre sabe discernir conforme a la razón y por esa causa no aprende de la experiencia y vuelve a equivocarse en una situación semejante. (Centro Virtual Cervantes)

¿Te apetece venir a tomar un café?

Foto de Thomas Murphy en Unsplash

“Tomar un café” es uno de esos ritos encantadores que nos hace más sociables, más amigos y, claro, en un primer impulso me vas a decir que sí. Quedaremos en mi casa, te haré pasar a mi salón y te dejaré sentado en mi nuevo sofá color chocolate.

Un poco de música suave enriqueciendo la atmósfera, te hará sentirte cómodo. Tendrás ganas de hablar de la vida, de lo transcendental o, simplemente, de lo que es superfluo, pero nos hace reír.

Mientras comentamos la jugada, me oirás trastear por la cocina. Sacaré mi vieja cafetera de puchero de uno de los armarios y, tú, sorprendido, me preguntarás por mi máquina de espresso de diseño. Sí, la de las capsulitas. Yo te responderé que he vuelto a mis orígenes y que te estoy preparando el mejor café del mundo en la vieja cafetera de mi abuela. Te distraeré, describiéndote los orígenes que he elegido para esta mezcla de granos: un poco de Kenia, Brasil y un toque napolitano…

Foto de Alexandra Gorn en Unsplash

A los pocos minutos de encender el fuego, empezarás a sentir la fragancia sutil del café que se hará más insistente, más poderosa. Ya estarás absolutamente relajado y dispuesto a que nos conectemos con este ritual del tomar el café… Entonces, la cafetera alcanzará su punto místico, al borde de la ebullición y se pondrá a cantar La Traviata. Sí, no lo has leído mal: La Traviata de Verdi.

Serán unos compases que tú no oirás…

Lo descubrí el día ese tan famoso en el que se fue la luz. La avería general afectaba a mi calle y la voz automática del Servicio de Atención al Cliente, me informó que tenía para cinco horas sin suministro.  Esperaba visita así que empecé a pensar como iluminarnos…

Busqué la linterna y no encontré la linterna. Tampoco di con las velas de emergencia que todos, todos, tenemos en casa así que recurrí al precioso velón de vainilla que me regalaron para mi cumpleaños que me había resistido a encender para no perder la delicada forma cubista en la que estaba esculpido.

La cocina se iluminó tenuemente con la suave luz de la llama y un aroma dulzón de vainilla se esparció por la cocina. Me apeteció un café. Un rico espresso, de esos aromáticos y cremosos. Un Blue Mountain sería una buena elección, pero miré mi preciosa máquina de café, de diseño, con sus capsulitas y totalmente muerta y borré de mi mente la idea del café. Pero la idea se imponía en mi cabeza: café, café, café….

Desde pequeña, he vivido el” tomar café” como un rito sagrado. Íbamos a un tostadero, dónde mi padre elegía según los orígenes. Lo compraba en grano, ya que consideraba imprescindible molerlo instantes antes de ponerlo en su cafetera. Este grato recuerdo que casi huelo, me hizo recordar que tenía la vieja cafetera de mi abuela en el fondo de un armario y ¡Funcionaba con mi cocina de gas natural! No necesitaba la dichosa luz. La lavé y la llené de agua. ¿Y el café?  Miré las cápsulas, miré la cafetera. Me dediqué a rasgarlas e ir llenando el viejo cacillo con el café de George.

Foto de Frédéric Dupont en Unsplash

Mientras la cafetera iniciaba la ebullición, cogí mi móvil, que milagrosamente estaba cargado, y llamé a mi citaTenía mis esperanzas puestas en que, por fin, había encontrado a alguien interesante y con posibilidades de un futuro común Me saltó el buzón de voz, al mismo tiempo que la cafetera empezaba a cantar La Traviata. Yo también salté. Primero estaba asustada y después, más tranquila al ver que el viejo cacharro lo único que hacía era tatarear el Brindisi. Me acerqué y con todo el valor que pude reunir, abrí la tapa. El café, caliente y especiado, aparentaba una normalidad absoluta.

Entonces, mi teléfono empezó a sonar. Era él. Para entonces, la cafetera ya se había callado y mi imaginación volvió a encarrilarse hacia la normalidad.

– ¿Cuándo vendrás? Se ha ido la luz, pero se me ocurren cosas maravillosas que podemos hacer totalmente a oscuras.

-. Dentro de un ratito. Tengo mucho trabajo– me respondió él.

La cafetera silbó el inicio del Brindisi. 

No le di importancia.

– ¿Me echas de menos?

– Sí, muchísimo–. 

Y fue acabar la frase y la cafetera, ya absolutamente lanzada, subió el volumen.

La Traviata en su máximo apogeo. Parecía que había una orquesta sinfónica en mi cocina…que sólo oía yo. Fue colgar el teléfono y la cafetera, enmudeció. Me serví un café y vertí el resto en una jarrita de porcelana. Revisé el interior del viejo pote, buscando el ingenioso mecanismo que hacía que sonora la música. Nunca he sido muy de máquinas, así que tampoco me sorprendió no encontrar nada.

Foto de Chris Weiher en Unsplash

El hombre con el que hablé duró dos meses en mi vida. Me abandonó y me partió el corazón. La cafetera tuvo algo que ver, evidentemente. No pude volver a guardar la reliquia de la abuela y, poco a poco, recuperé la vieja tradición familiar del rito del café. Dejé de hacer colas para que me vendieran las capsulitas cómo si fuera caviar y localicé pequeños tostaderos artesanos donde podía experimentar con diferentes blends y siempre que nos apetecía un café lo hacíamos en el viejo puchero.

Y el viejo puchero me cantó tantas veces La Traviata que tuve que admitir que había una relación causa-efecto. Si mientras se hacía el café, si yo le hacía una pregunta a quien estuviera conmigo, El Brindisi me decía si la respuesta era verdadera o falsa. Si me estaba mintiendo, yo oía La Traviata.

Ya llevo bastantes relaciones finiquitadas por mi cafetera-polígrafo.

Ahora entiendo porque mi padre la escondió durante todos estos años en el garaje, en una caja de cartón. Es un chivato de la mentira. De todas las mentiras: las transcendentales y las superficiales y eso es peligroso. Es más fácil vivir ignorando la verdad, creedme.

Yo soy adicta a esa cafetera. Puede ser que también sea adicta a la verdad, pero no siempre toda la verdad es importante. Sí, si lo que quieres saber es si te quieren, pero no si la pregunta es si te queda mejor ese nuevo corte de pelo. No puedo evitar someter a todos mis amantes a la prueba de La Traviata. Ni a mis amigos. Ni a la familia. Podría dejar que las cosas fluyeran naturalmente y volver a conectar mi máquina de café espresso en cápsulas, pero no puedo. La cafetera de la abuela me supera…

Si vienes, te invitaré a catar un increíble blend de un torrefactor artesano. Te encantará. Me lo envían desde Roma. Esperaré que el aroma te llegue al cerebro y te preguntaré…

Foto de Dessy Dimcheva en Unsplash

Libiamo, libiamo ne’lieti calici
che la belleza infiora.
E la fuggevol ora s’inebrii
a voluttà.
Libiamo ne’dolci fremiti
che suscita l’amore,
poichè quell’ochio al core
Omnipotente va.