En los últimos Halloween, y de forma inesperada, llamaron niños a mi puerta pidiendo “truco o trato”. Lo digo porque, aunque veíamos muchas calabazas y murciélagos en las calles, no era habitual que los niños recorrieran el vecindario en busca de golosinas.
Al principio eran pocos y yo no estaba preparada ni acostumbrada. Aquí celebramos la noche de la castanyada y los dulces típicos son los panellets, así que, al oír el timbre y responder “trato” sin saber si era lo que tocaba, acabé reuniendo caramelos de regaliz, magdalenas o bombones que tenía en casa. La cara de aquellas brujas y esqueletos infantiles mostraba decepción: “¿Dónde vas con un caramelo de regaliz?”.
Hace unas semanas, de compras, vi una bolsa enorme de caramelos y piruletas. Y, no sé cómo, me acordé de Halloween y de que iba a estar en casa. La compré y la coloqué en una cesta de mimbre, en el recibidor.
Fui atendiendo el timbre: grupos de cuatro, de dos, con sus padres, todos disfrazados. Les decía “¡trato!” y salía con la cesta repleta. Se les encendía la cara al llenar sus bolsas con aquel surtido dulce y colorido. Seguí recibiendo tandas de pequeños grupos hasta que se corrió la voz de que en el barrio había una casa donde sí abrían y daban caramelos.
Efecto llamada.
Antes de que llegaran a la puerta, los oí: alborozo, gritos, excitación. Muchos niños. Se arremolinaron a mi alrededor para coger caramelos de la cesta, en esa euforia que solo tienen los niños. Me quedaron unas pocas piruletas y el contagio de su alegría.
Este es un post vintage. Alguien, que también es vintage , me preguntaba el otro día por ellas.
Por Bo y por Las.Las dos , siempre juntas, son «Las Bolas».
Aparecieron en mi mente en el 2009. Como no se dibujar y quería hacer algo de humor gráfico ( que me disculpen los que de verdad lo hacen), se me ocurrió jugar con dos círculos, uno azul y otro lila. Un concepto, vamos a llamarlo, minimalista… ; – )
A partir de ahí, cualquier cosa les puede pasar a un par de bolas.
Conocimos a otras bolas amigas suyas.
Hasta fueron al gimnasio…
Y se hicieron tatuajes.
En fin, un par de bolas… ; – )
Las he sacado del cajón del olvido para este viernes…
Es la casa. Creo. ¿Será la casa la que convierte los objetos?… ¿Qué les pasa a estos muebles? El sofá se me sube por las paredes. Una silla se me pone en plan obsceno… ¿O me hace una peineta? No sé.
La blanca, de lamas, me intenta agredir cada vez que me acerco.
Y la silla de la cocina, esa silla…Se desploma cada vez que voy a sentarme.
Los cubiertos han mutado…
Durante semanas he estado buscando información en la Biblioteca Municipal. He investigado todo: fecha de construcción, reformas, censo de propietarios e inquilinos, estado del terreno antes de edificar…
A mí me marcóPoltergeisty, cuando empezaron estos episodios, pensé: “Ya está, cementerio, tierra sagrada”. Reconforta tener una explicación, aunque no encaje. Pero no: ni tierra sagrada ni rinconcito místico—eran campos de patatas.
La casa —un bajo esquinero adosado— se levantó en 2003, en una urbanización de altostandingcon piscina comunitaria. Hablé con los antiguos dueños: nada raro.
Aquí, además, nunca pasa nada… “Es todo muy tranquilo” —dicen los vecinos—.
Salvo una novedad: han inaugurado, a pocos kilómetros, un granoutletde mobiliario.
Desde entonces, mis muebles y el menaje, están a la defensiva. Se mueven, gruñen, posan. No es poltergeist: esuna revolución.
Han oído lo de “renovar por menos” y no quieren acabar sustituidos por madera hueca y barniz de oferta.
Algunos, incluso, han empezado a imitar a losobjetos imposiblesde Jacques Carelman, como si la rareza les garantizara el puesto.
Les he propuesto un trato: se quedansi firmanla paz. Nada de trepar paredes ni peinetas. A cambio, prometo no meter nada del outlet. Creo que están dispuestos a negociar.
Volvemos con otro capítulo de Cosas Horrorosas. Lo sé: suena duro, pero es la etiqueta que mejor encaja con estas piezas desafortunadas que encuentro por ahí.
Este retrovisor que sostiene la mano de un esqueleto. Igual se le ocurrió para Halloween.
Unos zapatos barefoot, literales y holgados.
No hablo solo de fealdad; hablo de objetos que, por diseño, materiales o intención, producen un pequeño escalofrío estético. Por lo menos desde mi mirada subjetiva.
El cojín de ganchillo da para un a película de terror.
Aun así, entiendo que habrá quien disfrute de su rareza o su humor involuntario. Me ha pasado un poco con esta lámpara gallina. El concepto es feo pero me ha hecho sonreír…
Me olvidaba de este gato de la suerte, que por el tamaño de su pata-brazo, se ha utilizado sin descanso.
Humor o humorismo (del latín: humor, -ōris) es definido como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas.
He tropezado con un gato (negro, claro) y he roto un espejo al intentar evitar pasar debajo de la escalera que alguien ha decidido dejar en el pasillo.
En el desayuno, he derramado la sal al darme cuenta que la había puesto en el café.
He dejado unas tijeras abiertas sin querer y también he abierto un paraguas dentro de casa.
Solo falta que , Jason, el gato del vecino, aparezca por el jardín con máscara de hockey y un machete.
En fin, supersticiones tontas de un viernes 13 cualquiera…
Yo he sido víctima de una mesa loca. La anterior era un modelo rústico que provenía de la casa de campo de mis padres. Estaba vieja y gastada, pero era de una madera maciza y oscura que me encantaba.
Cuando me llamó un amigo para ofrecerme la oportunidad de mi vida (conseguir una súper mesa de diseño, totalmente gratis), no dudé ni un instante y dije que sí. Lo más sorprendente es que no tuve que ir a buscarla yo: me la trajeron a casa una hora después de haberla aceptado.
Y digo sorprendente porque, cuando alguien regala un mueble, normalmente quiere deshacerse de él rápidamente (sí), pero no se quiere hacer cargo del traslado (evidentemente), y menos si se trata de un mueble voluminoso. Normalmente, el favor que te hacen lo pagas con el favor que les haces al desplazar, fuera de sus vidas, esa cosa que ocupa un espacio importante. En este caso, sesenta minutos después de colgar el teléfono, unos señores de UPS descargaban la mesa en mi salón… y se llevaban la vieja mesa familiar.
Juro que me pareció que, cuando la bajaban por la escalera, las patas carcomidas me hicieron un gesto un tanto obsceno.
La nueva mesa era preciosa. La acaricié, pasando suavemente las palmas de las manos por la superficie brillante. Oí un gemido que ignoré y seguí mi ruta acariciante. Más gemidos… Busqué el origen del sonido, pensando en mis vecinos, pero, al cesar el contacto con la mesa, se hizo el silencio.
Al principio parecía una mesa normal, pero las cosas fueron cambiando a medida que pasaban los días. La mesa tenía vida propia… y una personalidad irritante.
Si me olvidaba el salvamanteles (yo no sabía ni que existían) y se quemaba un poco, me sacudía con las patas. Literalmente. Patadas reales. Si no ponía el mantel y colocaba mi portátil encima, al calentarse la batería, la mesa se enfadaba y se doblaba en dos. No aplastó mi Mac de milagro.
El mantel —que debía ser de lino y estar planchado (no toleraba las arrugas)— era lo único con lo que estaba tranquila. Si comía sin él, extendía sus patas horizontalmente y me dejaba plantado en el suelo, con desparrame de platos y vasos.
No podía dejar que aquella mesa me venciera. Era un mueble. Era una mesa. Así que emprendí una lucha sin cuartel. Quería doblegarla.
Comía con espinilleras y coderas. Ideé un sistema de barras de hierro para impedir que se doblara e, incluso, apilé libros debajo, cubriendo su altura para que no pudiera desplomarse.
Mis amigos me confesaron que creían que estaba loco en esa época de mi vida… y es verdad. Estaba loco. Y la mesa, también.
La muy bruja nunca se mostraba hostil cuando había alguien en casa. Lo hacía en la intimidad, con el único objetivo de fastidiarme… Llegamos a los insultos (la mesa hablaba) y a las manos (y a sus patas). Descubrí, con horror, que no podía moverla. Ni cortarla con una sierra del tamaño de la de Viernes 13. La situación se hizo muy, muy tensa y, lo peor, no veía solución.
Al mes de tener la mesa loca en casa, el que estaba a punto de volverse loco era yo. Aunque penséis que ya lo estaba (¿quién batalla contra una mesa?), os prometo que todo lo que os he explicado es verdad. No fueron imaginaciones mías. Tengo vídeos y fotos que lo demuestran.
Así que, consciente de lo inusual de la situación y del peligro que corría, tomé una decisión: ella o yo.
Y fui yo.
Puse el piso a la venta a un precio atractivo e incluí “todos los muebles”. No tardé en venderlo, perdiendo dinero pero ganando, al fin, la batalla contra la mesa loca.
Allí se quedó… De momento, el nuevo propietario no ha contactado conmigo, aunque también es verdad que me cambié de teléfono e intenté borrar mi rastro lo mejor que pude.
Me fui a vivir a las afueras, y, cuando llegó el momento de amueblar el apartamento, no me vi capaz de comprar una mesa nueva.
Tengo un trauma. Serio.
Mi terapeuta dice que solo lo superaré si compro una mesa.
Y me he decidido. Tengo la espalda hecha polvo y cada vez me cuesta más comer en el suelo.
Iré a la maldita tienda y prestaré atención a las mesas que allí habitan. Tendré que controlarme para no dar unas patadas a las patas o pasar las manos por la superficie para observar su reacción… Me llevaré un punzón y un mechero. Y las espinilleras.