Tengo que comprar una mesa…


Yo he sido víctima de una mesa loca. La anterior era un modelo rústico que provenía de la casa de campo de mis padres. Estaba vieja y gastada, pero era de una madera maciza y oscura que me encantaba.

Cuando me llamó un amigo para ofrecerme la oportunidad de mi vida (conseguir una súper mesa de diseño, totalmente gratis), no dudé ni un instante y dije que sí. Lo más sorprendente es que no tuve que ir a buscarla yo: me la trajeron a casa una hora después de haberla aceptado.

Y digo sorprendente porque, cuando alguien regala un mueble, normalmente quiere deshacerse de él rápidamente (sí), pero no se quiere hacer cargo del traslado (evidentemente), y menos si se trata de un mueble voluminoso.
Normalmente, el favor que te hacen lo pagas con el favor que les haces al desplazar, fuera de sus vidas, esa cosa que ocupa un espacio importante. En este caso, sesenta minutos después de colgar el teléfono, unos señores de UPS descargaban la mesa en mi salón… y se llevaban la vieja mesa familiar.

Juro que me pareció que, cuando la bajaban por la escalera, las patas carcomidas me hicieron un gesto un tanto obsceno.

La nueva mesa era preciosa. La acaricié, pasando suavemente las palmas de las manos por la superficie brillante. Oí un gemido que ignoré y seguí mi ruta acariciante. Más gemidos… Busqué el origen del sonido, pensando en mis vecinos, pero, al cesar el contacto con la mesa, se hizo el silencio.

Al principio parecía una mesa normal, pero las cosas fueron cambiando a medida que pasaban los días.
La mesa tenía vida propia… y una personalidad irritante.

Si me olvidaba el salvamanteles (yo no sabía ni que existían) y se quemaba un poco, me sacudía con las patas. Literalmente. Patadas reales.
Si no ponía el mantel y colocaba mi portátil encima, al calentarse la batería, la mesa se enfadaba y se doblaba en dos. No aplastó mi Mac de milagro.

El mantel —que debía ser de lino y estar planchado (no toleraba las arrugas)— era lo único con lo que estaba tranquila.
Si comía sin él, extendía sus patas horizontalmente y me dejaba plantado en el suelo, con desparrame de platos y vasos.

No podía dejar que aquella mesa me venciera. Era un mueble. Era una mesa. Así que emprendí una lucha sin cuartel.
Quería doblegarla.

Comía con espinilleras y coderas. Ideé un sistema de barras de hierro para impedir que se doblara e, incluso, apilé libros debajo, cubriendo su altura para que no pudiera desplomarse.

Mis amigos me confesaron que creían que estaba loco en esa época de mi vida… y es verdad. Estaba loco.
Y la mesa, también.

La muy bruja nunca se mostraba hostil cuando había alguien en casa. Lo hacía en la intimidad, con el único objetivo de fastidiarme… Llegamos a los insultos (la mesa hablaba) y a las manos (y a sus patas). Descubrí, con horror, que no podía moverla. Ni cortarla con una sierra del tamaño de la de Viernes 13.
La situación se hizo muy, muy tensa y, lo peor, no veía solución.

Al mes de tener la mesa loca en casa, el que estaba a punto de volverse loco era yo. Aunque penséis que ya lo estaba (¿quién batalla contra una mesa?), os prometo que todo lo que os he explicado es verdad. No fueron imaginaciones mías. Tengo vídeos y fotos que lo demuestran.

Así que, consciente de lo inusual de la situación y del peligro que corría, tomé una decisión: ella o yo.

Y fui yo.

Puse el piso a la venta a un precio atractivo e incluí “todos los muebles”. No tardé en venderlo, perdiendo dinero pero ganando, al fin, la batalla contra la mesa loca.

Allí se quedó… De momento, el nuevo propietario no ha contactado conmigo, aunque también es verdad que me cambié de teléfono e intenté borrar mi rastro lo mejor que pude.

Me fui a vivir a las afueras, y, cuando llegó el momento de amueblar el apartamento, no me vi capaz de comprar una mesa nueva.

Tengo un trauma. Serio.

Mi terapeuta dice que solo lo superaré si compro una mesa.

Y me he decidido. Tengo la espalda hecha polvo y cada vez me cuesta más comer en el suelo.

Iré a la maldita tienda y prestaré atención a las mesas que allí habitan. Tendré que controlarme para no dar unas patadas a las patas o pasar las manos por la superficie para observar su reacción…
Me llevaré un punzón y un mechero.
Y las espinilleras.

Por si acaso.


Hacedores de dificultad.


El mensaje era muy breve y se autodestruyó a los pocos segundos: “Aislar a los Hacedores de Dificultad”.

Mi departamento es el que se ocupa de controlar a los Hacedores. Hay de dos tipos: los Hacedores de Facilidad, que no nos dan ningún problema. Suelen ser muy flexibles, saben negociar y tienen como objetivo poner las cosas fáciles a los demás. Los Hacedores de Dificultad son los problemáticos. Estos sujetos son capaces de hacer difícil la cosa más fácil del mundo.

Hay niveles muy superficiales, como por ejemplo el que va poniendo pegas a todos los lugares que decide el grupo de amigos para ir a tomar una copa, pero también está el que, con sus continuos obstáculos, se carga una relación familiar, organizaciones, empresas y gobiernos.

Hacía tiempo que, en el departamento, se estaban oyendo todo tipo de rumores: “Van a cargárselos a todos. Hay demasiados”, “Están buscando a todos los Hacedores de Dificultad de todos los niveles y los van a enviar a una isla desierta para que, juntos, se dificulten la vida unos a otros”. Eran habladurías; nosotros no habíamos recibido ninguna orden formal de la cúpula hasta… hace una semana.

Han sido unos días de locura, pero ya lo hemos hecho.

No nos ha costado nada identificar a los Hacedores de Dificultad. Los más leves han sido liberados, pero los de niveles profundos han sido interceptados. Todos.

Para detectarlos, solo hemos entablado un diálogo y hemos introducido una propuesta fácil a consensuar. Cuando el sujeto complicaba el argumento y daba vueltas en círculo hasta la complicación máxima, lo enviábamos a la unidad de transporte.

Ahora están todos en una isla de difícil acceso y con una geografía también muy difícil. Es difícil cazar y difícil pescar. Los árboles son tan altos que es muy difícil llegar a sus frutos. La tierra es árida y difícil de cultivar. El clima, caprichoso, no da tregua y dificulta la vida en general… Los Hacedores de Dificultad intentan constituir una República Independiente y Democrática en la que todos puedan decidir sobre las normas que regularán su convivencia en la isla, pero, de momento, no han llegado a un acuerdo. Todo son dificultades.

A día de hoy, están juntos e incomunicados.
Aislados.
Y el mundo parece mejor y… más fácil.


Desaboría.

¡Que esto me haya pasado a mí, la persona más sosa del mundo, tiene su gracia! Mi ex suegra me llamaba «la desaborida», aunque ella lo pronunciaba «desaboría» y, para remarcar mi falta de gracejo, terminaba la palabra con una palmadita que a mí me sonaba a bofetón en todos los morros. Solo le faltaba el «olé».

Yo me habría definido como reservada o discreta pero —ya veis que lo escribo en pasado— ahora soy la alegría de la huerta, lo juro. De ser la que no hablaba en las fiestas o reuniones familiares, pasé a animar todos los saraos a los que asistía. Poseo un afinado sentido del humor que me permite decir lo ideal en cada ocasión y, además, lo hago con salero…

Antes era muy supersticiosa. Aún hoy no entiendo por qué, pero era de esas personas que, si se les cruzaba un gato negro, vivían atemorizadas esperando la mala fortuna. Jamás pasaba por debajo de una escalera, temía romper un espejo y… la sal. La sal me obsesionaba.

Nunca entregaba un salero directamente: lo dejaba sobre la mesa, cerca de quien lo necesitara, por aquello de la mala suerte. Si se derramaba un poco, me entraban taquicardias pensando en los infortunios que iban a caernos encima e, inmediatamente, lanzaba un puñado por mi hombro izquierdo. Estuviera donde estuviera y con quien estuviera.

Un día se me rompió el salero. No hay que pisar nunca la sal derramada, así que la recogí rápidamente y, presa del pánico, salí a la calle en busca de un reemplazo. Era de noche y todo estaba cerrado. Recorrí las calles del barrio pensando que, en cualquier momento, me caería una maceta en la cabeza o un meteorito, cuando vi una luz: un bazar con el rótulo «24 h».

Entré como una exhalación y pregunté a la chica del mostrador dónde estaba la sección de menaje. Me lancé por un pasillo estrecho lleno de cachivaches. Al divisar la zona de tuppers me sentí aliviada. Frené en seco buscando los saleros cuando, detrás de la estantería, apareció un anciano chino mandarín.

Lucía una fina trenza de pelo cano y el típico gorrito de Fu Manchú. Su mano arrugada, tendida hacia mí, sostenía un precioso salero. Me dijo que era de los años cincuenta, un salero muy especial. Lo tomé, extrañada, mientras el hombre repetía: «sal, cabeza; sal, cabeza». Como lo necesitaba urgentemente, me dirigí a la caja.

La dependienta lo examinó: —No es nuestro.
Le respondí que me lo había dado el señor de la trenza, pero ella insistió en que estaba sola. Parecía enfadada. Me hizo un gesto de despedida y me vi en la calle con un salero gratis.

De vuelta a casa, ya más tranquila, comprobé que no quedaban restos de sal en el suelo y lo rellené. Era muy bonito. Lo estaba mirando cuando levanté la mano automáticamente y me eché sal sobre la cabeza.

Una felicidad radiante inundó todo mi ser. La noche me pareció la más preciosa del mundo. Tenía ganas de bailar y de reír, de salir a la calle, pasear y dejar que la brisa acariciara mi rostro…

Mi estado de euforia duró varios días. Mis íntimos intentaban hacerme entrar en razón y volver a la senda de la normalidad, excepto mi amiga Puri, que me hizo pensar en el chino mandarín, en el salero y en aquello que me dijo: «sal, cabeza; sal, cabeza…». Así que probamos el experimento: Puri, el salero y yo. Nos tiramos sal sobre la cabeza y…

¡Alegría, alegría, alegría!

Nos atrevimos a probarlo con todo el que se dejaba y, sin quererlo, empecé a recibir visitas multitudinarias de gente que quería que los «saleara». Inevitablemente, se me iba acabando la sal. Había pensado que el fenómeno podía estar en la sal y no en el salero, pero eran solo conjeturas.

El viejo Fu Manchú había desaparecido. La dependienta juraba que nunca había visto al chino mandarín, y yo solo sabía que mi salero —o mi sal— quitaba las penas y llenaba de alegría. Reservé las últimas raciones para uso personal y llegó el día en que tuve que volver a rellenarlo.

¿Os podéis creer que funcionó igual de bien? Era el salero.

Es un gran tesoro que poseo y que me obliga a llevar una vida extraña aunque dichosa. Estoy encerrada en casa. No en plan prisión —no os vayáis a pensar—, sino en plan paraíso controlado: mi casa tiene mucha luz y habitaciones espaciosas. Es un lugar precioso, pero se ha corrido la voz y ya han intentado robarme el salero varias veces. Ahora lo guardo en una vitrina con cristales de máxima seguridad que se abren con una contraseña que solo conozco yo.

Y paso el día a su lado, vigilándolo. Eso sí, con alegría.
Una de las cosas que más hago es conectarme a la red y leer los posts que me gustan. Pero ahora necesito que alguien publique mi historia porque esto se está complicando. He decidido hacerlo aquí, en El Blog Imperfecto.

He descubierto que el salero solo funciona cuando lo utilizo yo. Fui yo quien se encontró al chino mandarín y fue a mí a quien dio el salero, así que, ahora que ya es público, sé que me quieren a mí y al salero: las dos cosas.

No sé cuánto tardarán en burlar los sistemas de seguridad, pero me temo que ya están cerca, muy cerca.

Son muchos los que me persiguen: unos buscan la gallina de los huevos de oro; otros quieren evitar que la gente esté contenta; y también están los que no soportan que los desaboríos seamos tan salaos.

Demasiados enemigos…

En caso de que el salero y yo desaparezcamos de la faz de la Tierra, me gustaría que nadie olvidara ni mi historia ni mi salero. Buscadlo. Buscad al chino mandarín.

Que nada pueda con la alegría.

Surrealismo.

Nunca antes había estado en esta situación. Mi labor como investigador de campo ha sido elogiada por mis superiores y respetada por mis competidores. Soy uno de los genios más destacados del sector.

Las misiones en las que he participado han sido arriesgadas. En muchas ocasiones, mi vida ha estado en peligro. Por eso no entiendo cómo, después de las condecoraciones, los aplausos y la admiración, ahora estoy encerrado en el Centro de Reordenamiento Cerebral.

Desde que el planeta perdió la memoria—histórica, cultural, moral… toda—he viajado a ciudades abandonadas para documentar su estado y evaluar la posible reubicación de la población. Hace años que vivimos bajo tierra, desde que las radiaciones solares se volvieron mortales. Pero ahora sabemos que el sol se ha estabilizado y podemos volver a plantearnos la vida en el exterior.

Aunque nadie recuerda el pasado, conservamos conocimientos básicos. Un compendio de conceptos que hemos reaprendido.

Documenté un hecho imposible: vi un buzo. Un buzo en una ventana.

El conocimiento básico es claro: buzo significa agua, no ventanas ni aire. Pero sé lo que vi. Estoy seguro de que el buzo estaba en la ventana.

Ahora estoy aquí, injustamente retenido por desordenamiento cerebral.

Y aún no les he dicho lo del huevo que piensa…

Detalle de la fachada del Museu Teatre Dalí (Figueres)

Una mantita de ganchillo.

 

Me cobijo bajo la manta de ganchillo y cuento hasta tres. Uno, dos, tres. Ya he desaparecido. No estoy. Los que estaban conmigo levantarán la manta y no encontrarán nada. Solo quedará un espacio vacío. Una huella tibia de mi cuerpo marcada en el sofá, pero yo no estaré ahí.

Habrá unos minutos de desconcierto. Palparán los cojines del sofá. Incluso los sacarán, buscando un mecanismo oculto que explique cómo es posible que antes estuviera ahí y, ahora, ya no.

Ya no estoy. Cogerán la manta, que ya no es mía, y la sacudirán. Mirarán por debajo y por encima hasta que alguien confirme, con total certeza, que no estoy allí. Entonces, se desatará la histeria. Los que estaban conmigo quedarán marcados de por vida por el suceso inexplicable de “la mujer que desapareció bajo la manta”.

No importa. Me olvidarán. Lo superarán.

Mientras, yo salto de vida en vida. Una vida, otra vida, y otra, y otra… Ya es mi décima vez y sigo sin saber dónde estoy. Cuando me cobijo bajo la manta para desaparecer, me siento en una zona intermedia, entre la manta de ganchillo y la realidad. No sabría describirla. La única palabra que me viene a la mente es “aséptica”.

No sé cuánto tiempo estaré allí. En unos minutos, segundos, horas, días o años apareceré debajo de mi manta, en otro sofá, y en una casa desconocida. Nadie se preguntará quién soy ni qué hago allí. Convivirán conmigo, la mujer de la manta, como si hubiese estado en sus vidas toda la vida.

A veces aparezco como madre. Otras como amante, como niña, como suegra, como amiga. En cada lugar, desempeño un papel y me quedo un tiempo. Pero, tras unos meses y de forma inevitable, me aburro de esas personas que siempre son desconocidas para mí. Aunque me quieran, yo no los quiero a ellos. Así que me envuelvo en la manta de ganchillo y me voy a otro lugar.

Noto que estoy a punto de emerger de nuevo. Falta poco.

Mi abuela tejió esa manta para mí. La creó para protegerme de los monstruos y de la oscuridad. Según ella, solo debía envolverme en la deliciosa pieza tejida a ganchillo y los miedos desaparecerían. Y lo hacían. Me abrigué con ella muchas veces. Como decía la iaia, me relajaba y me hacía más valiente. Pero supongo que la usé demasiado porque un día, en lugar de desaparecer mis temores, la que desapareció fui yo.

La primera vez fue desconcertante. Dejé a mi familia y me encontré en otra. Quise volver, pero nada de lo que hacía me permitía retornar al punto de partida. Más tarde, descubrí que necesitaba estar rodeada de gente para que “el viaje” funcionara. Una vez entendido el mecanismo de activación, me concentré en cada viaje para recuperar mi vida y volver a mi sofá. Pero no lo consigo. Tal vez tenga que ver con lo que realmente deseo. Pienso en mi vida monótona, gris, y nunca me apetece volver.

Aparezco en un lugar desconocido, con gente que no sé quién es. Tras un tiempo, me voy.

Siento ese tirón que me lleva al exterior. Percibo el tenue perfume de mi manta de ganchillo. Estoy arrebujada bajo ella, confortada por su calor. De repente, mi cuerpo siente dolor: en los huesos, en las articulaciones. Oigo un ruido, un maullido. Me preparo para sacar la cabeza y observar, por primera vez, el lugar en el que me encuentro.

Reconozco la habitación. Es el salón de mi casa. Todo está polvoriento y descuidado. Abandonado. Apenas hay un par de muebles: una mesa, unas sillas y el sofá del que acabo de levantarme. Aquí no hay nadie. Nadie más que yo.

En la cocina, me sorprendo de mi desorganización. Los platos sucios se amontonan en el fregadero. En la nevera hay cuatro cosas que, si no han caducado, están a punto de hacerlo. Veo cajas de comida a domicilio: chino, japonés, turco, pizza… Oigo el maullido y dirijo la vista a mis pies. Un gato se frota contra mis pantorrillas, encantado de verme. Parece que me conoce. Después, veo otro. Y otro. Y otro.

Vuelvo al sofá y me envuelvo en mi manta de ganchillo, ahora llena de pelos de gato. Quiero irme, pero no pasa nada. No hay otras personas.

La manta no funciona. Aquí no hay nadie.

Nadie más que yo y estos gatos.

Esperadores Profesionales Ltd.


Los Esperadores Profesionales son un grupo organizado de personas especiales que se dedica a «esperar» profesionalmente. He dedicado muchas horas de investigación y he movido contactos importantes para poder conocer a uno de ellos. Es muy difícil acceder al grupo si no tienes una recomendación personal, pero finalmente, y como –favor- de- un- favor- por- otro- favor- de- un- amigo- de- un- amigo- de- mi- primo, el Esperador Profesional me ha visitado esta mañana.

He abierto la puerta a un hombre de unos treinta y cinco años, con aspecto cuidado pero anodino. Podría ser un vecino o cualquiera de las personas con las que me tropiezo en el autobús. Me esperaba algo más espectacular. No sé, un tipo con una capa roja y un escudo con las letras «EP» bordadas en el centro y, sí, confieso que en mis fabulaciones, he pensado que volaría, pero… el hombrecillo era normal. Totalmente normal. La única característica remarcable era la extraña mochila que colgaba de su espalda.

–Hola, soy el Esperador Profesional. ¿Es usted Bypils? –me saludó, tendiéndome la mano.

–Hola, Esperador. Sí, yo soy Bypils y lo estaba esperando. ¿Quiere pasar? –lo invité a sentarse en el sofá. –Siéntese, por favor.

Con un movimiento fluido, el hombre sacó la mochila del hombro, la agitó en sentido vertical y vi cómo se desplegaba, automáticamente, una confortable silla que plantó en el centro de mi salón. Ante mi mirada sorprendida, me explicó que los Esperadores Profesionales tienen su propia silla reglamentaria y que solo pueden esperar en ellas. Acto seguido, se sentó y me preguntó con una voz serena y paciente:

–¿Qué es lo que está esperando?

–Bueno, la verdad es que nada en concreto –le respondí–. Estoy documentándome para una novela sobre un escritor que no tenía historias sobre las que escribir, y he descubierto que hay un servicio de «espera» de… inspiración.

Se levantó de su silla reglamentaria y volvió a plegarla:

–Lo siento. Yo soy un Esperador Físico y usted necesita un Esperador Espiritual.

–¿Espiritual? –Mi frustración debe haber sido tan palpable que el hombre se compadeció de mí. Dedicó unos minutos a explicarme cómo funcionan los Esperadores Profesionales.

«Para ser un Esperador Profesional, se deben cumplir tres requisitos:

1) Disponer de todo el tiempo del mundo.
2) Poseer un gran autocontrol sobre las emociones y las sensaciones.
3) Tener una paciencia infinita para asumir la desesperación.

Al igual que en otras profesiones, a los candidatos se les somete a exámenes exhaustivos para verificar estas características imprescindibles y, si son confirmadas, se expide un certificado de ‘Personalidad Apta Para Esperador’ (PAPE).

Con la obtención del PAPE, se pasa a la segunda fase. En este período, el Esperador elige su especialización. Se puede optar a dos tipos de ‘espera’: 1) la física y 2) la espiritual.

Los que eligen la tipología física son entrenados para esperar a alguien en un lugar concreto, para esperar un mensaje (email, teléfono, correo) o para formar parte de una cola. Saben controlar las fases de la espera de una forma magistral. Superan la leve irritación de los largos tiempos de inmovilidad y controlan que esta crezca hasta convertirse en desesperación cuando los tiempos de espera se alargan considerablemente.

Los servicios del Esperador Profesional Físico son muy solicitados por aquellos a los que la espera los paraliza y bloquea cualquier tipo de actividad. Estos profesionales evitan que los que no posean sus habilidades se desesperen esperando. Se les requiere para conciertos y citas con Organismos Oficiales. Hay quien los deja delante de su dispositivo, de su buzón, en una sala… para que esperen la recepción de un mensaje, una citación judicial, el resultado de un examen o la recepción de una carta de una editorial con la respuesta al envío de un manuscrito… Ellos esperan y permiten que el cliente pueda seguir adelante con su vida, sin paralizarla por tener que esperar.

El Esperador Profesional Espiritual tiene una misión más compleja. Si se elige esta especialización, es necesario pasar por un segundo examen que confirme que se tienen habilidades de detección espirituales. El que espera la inspiración o el amor debe saber detectar el momento exacto en el que llega para comunicárselo a su cliente. No se sabe qué es lo que les confiere esta habilidad, pero son capaces de avisar al cliente del momento concreto en que llegará lo que esperan, para que puedan situarse en el lugar correcto y esperarlo sin desesperarse.

–¿Pero de verdad saben cuándo llega la inspiración o el amor? –estoy tan asombrada que no me salen las palabras.

El Esperador Profesional Físico, armado de paciencia, me respondió que sí y continuó con su disertación:

«En estos momentos solo hay tres Esperadores Espirituales en activo. Hay muy pocas personas en el planeta que puedan detectar que se acerca el amor de tu vida, por ejemplo. O la inspiración. O la felicidad… O la muerte.

De estos tres, solo hay uno libre en estos momentos. Si quieres contratar al que está libre, debes darte prisa. Corre el rumor de que una actriz de Hollywood que lleva esperando muchos años al amor de su vida le quiere hacer una oferta.

Se marchó a toda prisa. Taylor Swift está en la ciudad y le llueven las ofertas para esperar en la cola de entrada al Auditorio, pero… me dejó el e-mail del Esperador Profesional Espiritual disponible.

Y, mira, aunque yo misma me dé cuenta de que todo esto no es normal, tenía mucha curiosidad por saber qué hacía exactamente y qué cobraba un Esperador Profesional Espiritual, así que le envié un e-mail.

Desgraciadamente, la actriz famosa se me ha adelantado.


Compro prisa.

 

serious running businessman and big white clock in dark room

-¿Tienes prisa?- Más que una pregunta es una constatación de un hecho. Yo estoy sentado, tranquila y serenamente, en mi sofá amarillo mientras él, me habla desde la cima de su altura, paseándose casi como un péndulo. Aquí, allí, aquí, allí… Tiene prisa.

-Sí, mucha.

Yo no tengo prisa. Estiro mis piernas y las relajo encima de los  cojines. Dejo que mi espalda se amolde suavemente al respaldo del sofá. Cuando ya estoy en una posición agradable, me quedo unos segundos suspendido en la nada, deleitándome con el paisaje que me ofrece la naturaleza desde mi ventana…Eso sí que es un  privilegio. Observó ese campo de trigo, aún muy verde, que la brisa mueve y ondula como si fuera un mar. Casi puedo oír el susurro delicado que te arrulla como la más exquisita de las nanas…Lo único que me resulta molesto, es este tipo con prisa…

No me voy a sentar en este sofá, ni voy a perder el tiempo tomando un café contigo. Te repito que tengo mucha prisa.

-Cuando dices “mucha” ¿De cuanta hablamos?– Le dejo que calcule una cifra. Normalmente, la transacción se realiza de esta forma: ellos me dicen cuanta tienen y yo le pongo un precio. Si interesa, bien. Si no… no pasa nada. Hay mucha oferta.

Se me antoja un buen momento para hacerme una infusión relajante. Creo que voy a probar el té de frambuesa que me trajeron de Nepal. Me lo tomaré, sorbo a sorbo, dejando que el calor inunde mi cuerpo y el sabor de las fresas silvestres me conforte. Las nubes cambian de forma y se deslizan por el cielo, empujadas por un suave viento que esparce el aroma de este verano ya moribundo. Me apetece abrir las ventanas…

Yo creo que un par de kilos.– me responde  el hombre que tiene prisa– ¿Te van bien? Necesito el dinero y, de verdad, me tengo que ir ya.

No es mucha, pero con eso puedo pasar-Calculo cual sería el precio justo según los índices de cotización de la prisa en el mercado. Le digo la cifra y el asiente, moviendo enérgicamente la cabeza,  y me doy cuenta que estoy comprando prisa de una gran calidad. La necesito para cuando viajo a la ciudad o cuando me convocan para reuniones de negocios. Desgraciadamente, yo nunca he tenido prisa y, por eso, me veo obligado a comprarla.

Cuando estoy cerrando el gran tarro de cristal en el que he guardado la prisa recién adquirida, oigo como hierve el agua de la tetera. Me dirijo al hombre que acaba de venderme su prisa y le invito a probar el té de frambuesas del Nepal.

Nos sentamos los dos.  Estamos cómodos y relajados y nuestra mirada se pierde en el baile del trigo y en las montañas que se adivinan en la lejanía. El contraste cromático es de una delicadeza exiquisita: las pequeñas cimas se recortan contra un cielo de un azul turquesa casi imposible que se une a la franja del verde, fresco y chispeante…

Este té está delicioso-me dice mi proveedor de prisa.

Le agradezco el comentario y doy otro sorbo. Las fresas silvestres estallan en mi paladar y lo acarician.

Sí. Está delicioso…

Una historia de puertas.

Había cuatro.

Tres eran azules de distintas tonalidades y matices menos una, que era de un color verde oliva ajado por el tiempo…

puertaverde

Los isleños le habían hablado de la leyenda de Ses Portes pero , para su mente pragmática, aquello no dejaba de ser una bella historia que se había deslizado a través de los tiempos en las tradiciones del lugar.

La leyenda de Ses Portes era simple. Si buscabas el amor, lo podías encontrar detrás de una de esas puertas. Una, sólo una, te conducía hacia la felicidad. Había que escogerla y abrirla. Sólo podías hacerlo una vez en la vida y no errar en la elección.

puerta azul

Cada día pasaba por delante de las puertas y aunque no se creyera la leyenda, cada día las observaba pensado en cual elegiría. Aquel azul intenso le atraía irremediablemente…

puertazaul2

Pasaron los años y la isla se convirtió en su hogar. Vivía solo, enfrascado en una vida de trabajo y rutina.

Cada día pasaba por delante de las puertas- ¿La verde, tal vez? ¿La azul plomizo? – pero cada día continuaba su camino, pasando por delante de las puertas y dejándolas atrás.

Aquella mañana, por eso, algo lo perturbó profundamente. En una de las puertas, alguien había dibujado un corazón. Se detuvo a observarlo y al hacerlo, un vecino se detuvo a su lado dispuesto a entablar conversación. ¿Quién habrá dibujado ese corazón? -preguntó al lugareño.

-. ¿Qué corazón? –respondió el hombre mirándolo con extrañeza.

-. El que hay en la puerta– señaló con el dedo aquella forma de color rosa que tanto se asemejaba a un corazón.

-. ¿En la puerta? Esa puerta es de color azul, como siempre. ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?

Bien. Estaba bien. Un poco preocupado por ese corazón inexistente que sólo él veía en la puerta azul.

Entró en un bar cercano y pidió un café bien cargado. Al poner el azúcar se dio cuenta que le temblaba la mano. Removía el café, absorto en el tintinear de la cucharilla cuando su vista se dirigió al cuadro que había colgado en la pared. Parecía llevar allí muchos años

Era una frase escrita en una bella tipografía de rasgos retro y enmarcada en un sólido marco de caoba oscuro.

Cuando debemos hacer una elección y no la hacemos, esto es ya una elección.

puertacorazón

NB 1 : La frase es de William James filósofo estadounidense , fundador de la piscología funcional con una larga y brillante carrera en la Universidad de Harvard, donde fue profesor.

NB 2 : Las puertas son de Formentera

NB 3 : La leyenda me la acabo de inventar. ; – )

El lápiz maldito de Pepita Pérez.

lapiz

Ha pasado un mes. Sólo treinta días desde que compré este lápiz con goma incorporada. De esos de toda la vida pero de color negro. Si hubiese sabido todo lo que me depararía el destino por un maldito lápiz no me hubiese detenido en aquella extraña tienda. Ni hubiese entrado. No habría visto a esa mujer, arrugada y casi ciega que había recitado un extraño verso cuando me tendió el lápiz. No hubiesen desaparecido tantas personas…

Y lo más curioso es que ni necesitaba ni quería un lápiz.

Estoy a punto de acabar con esta locura.

Debo borrar mi nombre de esta hoja arrugada: ”Pepita Pérez”. Me he recreado y lo he escrito con una delicada caligrafía .Ahora, sólo tengo que pasar la goma por encima, suavemente…

Descubrí que podía hacer desparecer a cualquier persona de la que conociera su nombre. Sólo tenía que escribirlo para después, borrarlo con aquella puntita de goma que corona el lápiz. Sí, sí, de esos de toda la vida pero de color negro. El ser humano escogido, se desintegraba, dejando una desagradable estela de olor a chamuscado. Rápido y eficaz.

He perdido la cuenta de cuantos he borrado.Muchos. Demasiados e inocentes pero ahora puedo pararlo.

Debo pararlo.

Pepita Pér…

borrar

Esta es una adaptación del texto «Soul Eraser» , reducido a 200 palabras para un Certamen de Microrrelatos .

La botella negra…

Me encontré la botella negra al ir a tirar la basura. La vi encima de una repisa de la valla de un edificio de apartamentos. Paso por allí delante, cada noche, de camino a los contenedores de reciclado.

Me paré para cogerla y meterla en la bolsa correspondiente, según fuera de vidrio, plástico o aluminio…El tacto, por eso, me despistó…Parecía terciopelo o piel…Suave, muy suave. Tuve la impresión de que alguien la había olvidado allí y la dejé en su lugar. La noche siguiente, continuaba estando en el mismo sitio, así que me aventuré a examinarla debajo de una farola. El material me intrigaba…

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Me la llevé. Es verdad que caminé un poco más deprisa de lo que es habitual y que miré a un lado y otro de la calle para confirmar que no había ningún testigo del…robo de la botella negra.

Ya en casa, la observé con atención. No había nada especial en ella, más que aquel extraño tacto suave y cálido…

 

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Que era un artefacto diabólico, lo supe más tarde. Por casualidad. De verdad que siento lo de Loli … La botella negra es capaz de absorber a todo aquel que posea una personalidad conflictiva: tiquismiquis, tocacojones, yoístas, tóxicos, pesimistas contagiosos, etc,etc… Sólo hay que abrir la botella en su presencia y sólo ellos desaparecen… La forma en la que se introducen en su interior, no deja de tener su encanto. Es en plan un torbellino que se va haciendo minúsculo girando sobre sí mismo y después, ¡puf!, una pequeña porción de gas de nada y para adentro…

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Con lo de Loli me di cuenta de lo que pasaba. Diabólico, ya lo he dicho antes. ¿Y qué hice? ¿Destruir la botella por su peligro potencial?

Pues no.

Después de absorber a diez personas, la primera botella negra dejó de surtir efecto pero al salir esa noche a tirar mi basura, me encontré otra. Cuando se llenó la segunda, apareció una tercera…

Ahora las decoro. Y las voy llenando.

Mi vecindario está ahora lleno de gente amable y maravillosa. Igual que en mi familia. Y en la oficina. Y en el gimnasio. Y….

 

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NB : DIY – Reciclaje de Botella de Ratafía pintada con pintura de pizarra para vidrio. Decorada con rotulador blanco permanente.