Ya estamos en la casi Navidad: la de las luces en las calles, en las terrazas, en las casas, en las tiendas. Motivos navideños aquí y allá, ramas de abeto en los escaparates, mercadillos, árboles encendidos en las plazas de ciudades y pueblos. Todo parece dispuesto para que empiece algo, aunque todavía no haya empezado del todo.
Mientras la estética te envuelve, la publicidad insiste: familia , amor , nieve que cae a cámara lenta, chocolate humeante. Felicidad absoluta.
Hay quien lo disfruta, tanto la casi Navidad como la Navidad entera. Y hay quien solo espera que pase rápido, que se evapore sin hacer demasiado ruido.
En este tiempo de reunión, las ausencias se hacen presentes, se agrandan, se despiertan. En estas fechas se echa de menos más. Un poco más fuerte, un poco más hondo.
Y, sin embargo, no hay que olvidar que el paso del tiempo es inexorable.
Inexorable es una palabra curiosa: suena a puerta que se cierra sin vuelta atrás. Nombra aquello que no se detiene ni se puede desviar. Como el paso del tiempo: sigue, aunque uno quiera quedarse un momento más en lo bueno, o saltarse lo que duele.
Visto así, con esta precisión temporal casi quirúrgica, quizá haya que recordar a los navideños que lo vivan con intensidad; y a los no navideños, que respiren hondo, que tengan paciencia y que se queden, al menos, con lo hermoso que tienen las luces cuando cae la noche.
Lo inexorable tiene una certeza: la Navidad pasará. Y, como decía mi abuela: “Y que yo lo vea”.
Parecerá una figura poética, pero lo digo en sentido literal: mi cuerpo exuda aroma.
No siempre el mismo. Me habría gustado tener una “marca de la casa”, un solo perfume, único, irrepetible. Pero lo que tengo es una colección viva, cambiante, impredecible… aunque siempre exquisita.
Mi infancia fue una sinfonía de olores. Flor de azahar en los campos vecinos, el jabón de espliego de la abuela, agua de rosas en la bañera de mi madre, ramos de romero y lavanda adornando la casa… Aromas que me envolvían como una segunda piel.
Crecí rodeada de fragancias tan complejas que desarrollé un don. Distinguía cada matiz, incluso los más leves o desagradables. Me convertí en una nariz. Hoy, soy una créateur de parfums en París. El perfume es mi vida.
Yo misma soy perfume.
Fue mamá quien lo notó primero. Si estaba feliz, mi cuerpo creaba un halo floral —jazmín, rosa blanca, mimosa— que se expandía por la habitación. Si me sentía tensa, la fragancia se tornaba cítrica: bergamota, lima, limón, y ese filo de fresia que anunciaba tormenta. Mis emociones aromatizaban el aire. Había días en que podía perfumar una ciudad entera sin salir de casa.
Era un don hermoso. Inofensivo. Hasta que me enamoré.
Mi primer amor… Y mi primer cadáver.
El poder se multiplicó. Emitía lirios, frutas maduras, gardenias. Fragancias dulces, sedosas, nuevas. La pasión trajo consigo el calor del sándalo, la caricia del narciso, la embriaguez de las lilas. Nos envolvimos en un torbellino de terciopelo aromático.
Y entonces, tras el clímax, ocurrió.
Él sonreía. Inmóvil. Desmadejado sobre mí. Lo toqué. No reaccionó. Lo sacudí. Nada.
Y llamé a mamá.
Pensamos en un fallo del corazón. Era joven, sano. Queríamos creerlo. Pero el segundo, un compañero de la facultad, confirmó lo que mamá ya sospechaba: mi perfume los mataba.
Nos deshicimos del cuerpo.
Elegí el celibato. Viví recluida en mis aromas acuáticos: lirios de agua, albahaca, notas limpias. Bellas, sí, pero distantes. Aún así, aquella fragancia espesa y almizclada seguía flotando en las calles. La prensa la bautizó como La Noche Perfumada. Nadie sabía la verdad. Solo mamá. Y yo.
El tercero… también fue ella quien me ayudó. Yo ya no podía más. Prometí no repetirlo jamás.
Ese cuerpo duerme en el jardín de mamá.
Con el tiempo, me convertí en una perfumista célebre. Nadie se sorprendía de que siempre oliera bien. Era mi talento. Mi escudo.
Los años pasaron. Perdí a mamá en un accidente. Dolió. Mucho. Pero seguí. Rutina. Éxito. Control.
Hasta ahora.
Me he enamorado. Locamente. Profundamente.
Intento mantener mi don a raya, pero es tortuoso. Mi aroma se descompone, se enrarece: pimienta negra, mandarina, sombra. Y otra vez, inevitablemente, el sándalo. Otra vez ese perfume denso, embriagador, fatal.
Y no he podido evitarlo.
Estoy enamorada. Y no he podido evitarlo.
Hoy, tras la ensoñación, lo observo. Sonríe. Desnudo. Inmóvil.
Le acaricio la cara. No responde.
Lo abrazo una vez más. Brevemente.
Ya no está mamá. Y me tengo que deshacer del cuerpo.
Nadie sabía qué hacía exactamente aquella mujer de la bicicleta rosa. En la parte trasera llevaba una cesta de mimbre blanco, aparentemente vacía. Cada mañana pedaleaba frente a mi ventana, dejando tras de sí un aroma dulce, como de canela, azúcar o caramelo.
Iba erguida, con porte regio, aunque lo rompía esa alegre melodía que silbaba o canturreaba según el día. Al principio pensé que iba a algún sitio, pero pronto descubrí que daba vueltas en círculo. Era extraño, sí, pero su amabilidad y el perfume que dejaba nos hicieron acostumbrarnos a ella.
A veces se detenía, comprobaba el interior de la cesta y seguía. Un día no aguanté más y pregunté qué miraba allí dentro.
—Llevo mi amor —me dijo con una sonrisa luminosa—. Al salir de casa había más de una tonelada. Ahora me quedan… ¿veinte kilos?
—¿Y tu amor se gasta?
—No mengua. Lo esparzo. Está en las calles, en los árboles, en los semáforos…
—No lo veo —admití—, pero huele muy bien.
—Hoy huele a vainilla salvaje —dijo antes de marcharse, lanzándome un beso—. Hay un montoncito debajo de tu ventana, por si lo necesitas.
Su locura, encantadora y a la vez triste, me provocaba una gran ternura.
Seguí viéndola pasar por mi ventana. Me sonreía con cariño y yo le devolvía la sonrisa. Cuando se alejaba, debía sacudirme esa extraña sensación de pena que sentía por ella.
Pero una mañana ocurrió algo extraordinario.
Un hombre llamó a mi puerta.
—¿Es suyo este montoncito de amor?
—No, es de la señora de la bici rosa.
—¿Dónde puedo encontrarla?
—En cinco minutos pasará por aquí.
El encuentro de esas dos personas fue delicioso. El aroma a vainilla saturaba el ambiente. La señora de la bici rosa fue desacelerando el pedaleo cuando vio al hombre que me acompañaba. Se paró, puso el caballete y se lanzó a sus brazos. Se besaron y se abrazaron sin dejar de reír.
—¡Has encontrado mi amor! —dijo ella, colgándose de su cuello.
—Lo he visto por todas partes… incluso bajo esta ventana.
Me regalaron la bicicleta y se fueron calle abajo, felices.
Nunca los volví a ver. Me dijeron cómo debía esparcir mi amor, pero no lo hice… al principio.
Hasta que una mañana lo vi: un montoncito de corazones rojos bajo mi ventana. Bajé al trastero, cogí la bici. La cesta estaba llena. Salí a la calle.
Soy esa mujer que pasa por delante de tu puerta. Esa que no sabes qué es lo que lleva en su cesta. La extraña loca que pedalea en círculos…
Pero no te preocupes. He dejado un montoncito bajo tu ventana…
Si me lo preguntara, le contestaría que no. No cogería una bolsa de una de mis tiendas favoritas que estaba allí, en el hueco de un árbol, como si alguien la hubiese olvidado.
Le diría que no me acerqué como por casualidad, y que no vi que la bolsa estaba nueva, nuevísima, y que dentro había un paquete, nuevo también, envuelto en un precioso papel violeta.
Afirmaría con contundencia que no la cogí tras asegurarme de que nadie me veía, y que no corrí a una velocidad vertiginosa hasta llegar a mi casa.
Negaría haber abierto el paquete.
Nunca confesaría que encontré esos sentimientos. Que los cogí, me los llevé y los escondí en casa.
Pero escúcheme, señor juez: si lo hubiese hecho, si tuviera conmigo ese odio, ese amor, esa alegría y esa tristeza, no podría acusarme de robo.
Esperé la siguiente sesión con nervios. No era fácil decirle a Cupido que debía tomarse un descanso, y menos en vísperas de San Valentín. Su reacción me desconcertó. Lanzó las flechas y el arco a un rincón de … Sigue leyendo →
El iPad tiene cincuenta minutos de grabación. Veo mi despacho. Mi silueta de espaldas. Un buen plano del diván y la estantería. Un escalofrío me recorre la espalda. Solo se escucha mi voz. Haciendo preguntas. A … Sigue leyendo →
Al día siguiente, me descubro como el ser más tonto del planeta: estoy esperando a mi próximo paciente. Cupido. He dormido bien y me siento más serena, pero admito que algo no anda bien. Es posible que sí esté … Sigue leyendo →
Miro al niño, sentado en el respaldo del diván, y aún no me lo creo. ¿Cupido? ¡Venga! ¡No me fastidies! Pero… Las alas son reales. Y el niño voló por la consulta hasta llegar al diván. Esto es así. … Sigue leyendo →
Primero, pensé que estaba trabajando demasiado. El estrés puede provocar alucinaciones. También consideré la posibilidad de una relación de transferencia con ese paciente al que persiguen unos extraterrestres vaya donde vaya… Examiné mi café por si olía raro. ¿Alguna … Sigue leyendo →