El aloe se queda…


Llegó de otras latitudes, hace siglos, viajando de mano en mano. Con el tiempo se adaptó a cualquier clima que no fuera de frío intenso o muy húmedo. No la veremos en Canadá ni en Singapur, pero cualquier clima semiárido le sienta de maravilla a esta planta suculenta.

No sabía si el frío del invierno y la tramontana la harían sentirse cómoda, pero, contra todo pronóstico, decidió quedarse en casa. Aprendió a doblarse sin romperse, a guardar agua y paciencia, a dividirse para llenar nuevas macetas o para regalar. Siempre en forma, creciendo, multiplicándose.

He visto que sus hojas se tiñen de morado y pensé que el aloe había enfermado, pero no: es un truco químico de una planta perspicaz, pigmentos que produce cuando el frío, el viento y el sol se pasan de intensidad. Ese color funciona como protector y, más que un problema, indica que la planta está activa y a gusto.

Grandes, pequeñas, en flor: todas comparten el mismo mensaje.

Te está diciendo : “yo de aquí no me muevo”.

Este aloe vera ya es de aquí…

Un largo viaje.

El papiro Ebers (“Libro de los remedios”) es un tratado egipcio de medicina del siglo XV a.C. que hace mención del aloe vera.  Y la primera descripción de sus propiedades, se encuentra en una tablilla sumeria del año 2.000 a.C.

Prácticamente todas las civilizaciones , a lo largo de la historia, lo han utilizado con fines sagrados, medicinales, decorativos, comerciales…

Miles de años después y a miles de kilómetros de su origen, aquí está.

La planta de la inmortalidad es inmortal…