Todo empezó un fin de semana del mes de noviembre. Hace un año, ya…
Recuerdo que las lluvias habían propiciado la aparición de hongos por doquier y yo, buscador de setas profesional, no podía dejar pasar la oportunidad.
Los micólogos habían predicho que se iban a reproducir en los bosques multitud de especies distintas. Las condiciones climatológicas de los últimos quince días del mes de octubre habían sido perfectas. Con mi equipo habitual —que, principalmente, se componía de un cestillo de mimbre y un útil que había heredado de mi abuelo, con forma de pequeña hoz del tamaño de un cuchillo— me adentré en el bosque mediterráneo que había seleccionado para mi salida.

A las pocas horas, mi cesto estaba repleto de suculentas variedades comestibles, de aspecto lozano y con un fresco olor a bosque. Ya me disponía a clausurar la jornada y estaba descendiendo por una pequeña ladera cuando noté un leve cambio a mi alrededor… Una niebla densa, pero con un dulce olor a violeta, se extendió en torno a mí. El cielo, apenas visible entre las ramas de los pinos, se tornó de color rojizo. Bajo mis pies, la hierba se hizo densa y mullida, y adquirió un suave tono dorado. A lo lejos, vi que había algo que brillaba con intensidad. Su resplandor casi me cegaba…
Por si tiene alguna duda —y como sé que me lo preguntará cuando acabe mi relato— le diré que no había ingerido ninguna sustancia estupefaciente, que no había probado ninguna seta (lo digo por descartar el tema de las setas alucinógenas) y que no sé si aquella niebla podría contener algún tipo de psicotrópico. En ningún momento sentí una alteración de mi conciencia.
Dejé el cestillo en el suelo y avancé con mi cuchillo-hoz en la mano hasta encontrar la fuente de tan inusual destello: una seta de un precioso color plateado.
Mi instinto de buscador de setas profesional se impuso y corté el tallo de la seta prodigiosa. En ese instante, el mundo volvió a disponer de sus colores y texturas habituales, pero yo, con la seta plateada en la mano, oí una voz susurrante que dijo:
—Con ella, la certeza tendrás.
Busqué con la mirada a quien había pronunciado aquellas palabras, pero allí no había nadie más que yo…

En mi cesto, repleto de setas, la que más llamaba la atención era aquella hermosura de color plateado. Emanaba un suave aroma que te hacía pensar en un bocado sabroso, pero no tenía ninguna evidencia de que aquel magnífico ejemplar fuera comestible. Es más, podía ser potencialmente letal.
No encontré ninguna información sobre aquella variedad, y los días iban pasando… La seta iba perdiendo frescura. Tenía que tomar una decisión: comérmela o tirarla. Supongo que ya estaba programado genéticamente para sucumbir al deseo, pero, de verdad, créame: su perfume era delicioso. Me hechizó. Cometí uno de los errores más graves que puede cometer un buscador de setas.
No pude evitarlo. La salteé en la plancha y la salpimenté levemente. Apenas unas gotitas de aceite de oliva y… me comí la seta.
No sé si ese instante de puro placer compensa el infierno que ahora estoy viviendo, pero confirmo que la seta era un manjar.
¿Venenosa? No.
¿Tóxica? Sí.
Soy la prueba viviente.
Hubiese sido una experiencia gastronómica gratificante si no hubiese tenido efectos secundarios. Eso la ha convertido en una verdadera pesadilla.
Pasaron varios días hasta que me di cuenta de que era poseedor de la verdad absoluta. Como lo oye: la verdad absoluta.
Sí, ahora viene cuando abre los ojos como platos durante un segundo. Lo está haciendo ahora mismo. Cree que mi afirmación confirma su teoría de que sufro un trastorno mental y que por eso estoy aquí.
Desde que me comí la dichosa seta, soy poseedor de certeza. Ya me lo advirtió aquella voz en el bosque: «La certeza tendrás». Y le puedo asegurar que la tengo.
Ante cualquier pregunta que se me haga, me llega la respuesta con la verdad absoluta, al instante. No tengo ninguna incertidumbre en mi vida. Ni hay incertidumbre de otros que para mí lo sea. Ya sé que es difícil de creer, pero usted misma, doctora, puede hacer una prueba. De esas empíricas que le gustan tanto.
Seguro que hay alguna incertidumbre en su vida. Algo que le genera dudas. Si me plantea la cuestión, yo le responderé con una certeza absoluta que el tiempo demostrará. No provoco acontecimientos, solo transmito información. ¿Quiere probarlo? Pregúnteme lo que quiera, que yo resolveré sus dudas.
Sí, ya sé que da un poco de miedo. Supongo que habrá hablado con sus colegas. Ya les advertí que debían ser preguntas cómodas, pero algunos no me hicieron caso. Recuerdo a aquel joven psiquiatra de pelo engominado. Me han dicho que se ha divorciado. Pero claro, de no tener la certeza de que tu pareja te está siendo infiel a tenerla… marca la diferencia. Ya le digo yo que se piense bien la pregunta.
Supongo que querrá reflexionar sobre mi caso, revisar las pruebas toxicológicas, buscar información de la seta, hablar con los otros terapeutas que me han atendido… pero dese prisa, doctora.
Me gustaría que se publicaran mis ilustraciones y la descripción de la Seta de la Certeza. He pensado que su nombre científico podría ser Boletus certitudo y que se debería incluir en las guías de variedades peligrosas. Es lo único que puedo hacer para evitar que más personas se infecten del virus de la certeza total. No se puede vivir así.
Lo malo de esto mío, de no tener incertidumbre, es que me hice la pregunta trascendental de cuándo iba a morir… y ya tengo la fecha.
Con certeza absoluta.
Le recomiendo que no tarde más de quince días en volver a visitarme. Es necesario que publique mi trabajo. Hay que alertar a los que buscan setas. Es importante. Sé que usted me ayudará.
Paró el visionado de la grabación de la última sesión de terapia. Ya no habría más.
Miró el calendario: habían pasado dieciséis días desde la fecha de la sesión. El paciente, por una de esas siniestras casualidades de la vida, había muerto de un paro cardíaco hacía veinticuatro horas.
Cerró la carpeta del caso del buscador de setas y archivó el expediente en la sección de Defunciones. Nadie notaría que faltaban las ilustraciones y los textos descriptivos de la extraña seta. No tenía la certeza de que aquello no fuera nada más que la fábula de un paciente, pero tenía un amigo en el Instituto Nacional de Micología.
No perdía nada por probar…
