Comparto mis propias fotos en Unsplash, pero lo que de verdad disfruto es compartir las de otros. Me los imagino frente a la escena —o construyéndola—, cámara en mano, saboreando el instante y el resultado.
Esto es una muestra de gente que hace fotos inspiradas en la Navidad.
Llegó de otras latitudes, hace siglos, viajando de mano en mano. Con el tiempo se adaptó a cualquier clima que no fuera de frío intenso o muy húmedo. No la veremos en Canadá ni en Singapur, pero cualquier clima semiárido le sienta de maravilla a esta planta suculenta.
No sabía si el frío del invierno y la tramontana la harían sentirse cómoda, pero, contra todo pronóstico, decidió quedarse en casa. Aprendió a doblarse sin romperse, a guardar agua y paciencia, a dividirse para llenar nuevas macetas o para regalar. Siempre en forma, creciendo, multiplicándose.
He visto que sus hojas se tiñen de morado y pensé que el aloe había enfermado, pero no: es un truco químico de una planta perspicaz, pigmentos que produce cuando el frío, el viento y el sol se pasan de intensidad. Ese color funciona como protector y, más que un problema, indica que la planta está activa y a gusto.
Grandes, pequeñas, en flor: todas comparten el mismo mensaje.
Troncos que se bifurcan en ramas pero que son columnas. Sostienen una bóveda que recuerda a una capa llena de hojas pero es piedra y arquitectura.
La luz parece la del sol , atravesando los árboles pero son vidrieras que crean efectos naturales preciosos.
Gaudí quiso que el interior de la Sagrada Familia fuera como pasear por un bosque.
No buscaba un espacio solemne y oscuro, sino vivo y orgánico , donde la naturaleza fuese el gran templo . Así, arquitectura, estructura y luz se funden en una experiencia casi vegetal, que envuelve al visitante en silencio .
Hace unos días me preguntaron por la Sagrada Familia de Barcelona. Quienes lo hacían venían de otros países. Estaban aquí por motivos de trabajo y querían conocer esta maravilla arquitectónica.
La pregunta me hizo pensar: yo estuve en esta prodigiosa obra de Gaudí en visita escolar, hace muchísimos años. Recuerdo vagamente el interior. El exterior lo veo de uvas a peras, cuando paso por allí en coche. La vista siempre me sobrecoge, pero cuando el semáforo se pone en verde sigo adelante y la olvido.
Así que este fin de semana he ido a la Sagrada Familia. Con la cámara colgada al cuello, me he convertido en una turista en mi ciudad. ¿Cuántos de vosotros vivís en ciudades con lugares emblemáticos que habéis visitado una vez —normalmente en período escolar— y ya lo habéis dado por supuesto y tachado de la lista de “cosas que hay que ver”? ¿Cuántas colas habéis hecho, en viajes a otros países, para entrar en museos, catedrales y edificios históricos, y no lo habéis hecho donde vivís o tenéis cerca?
La experiencia me encantó.
Yo, que voy a la búsqueda de estrellas, pude deleitarme con la estrella de la Torre de la Virgen María. Gaudí la pensó con una coronación que no fuera de aguja o mosaicos. Quería una estructura de luz. La interpretación contemporánea de esta idea ha sido una estrella de doce puntas que corona la torre, a 138 metros de altura. Mide unos 7,5 metros, pesa 5,5 toneladas y combina acero inoxidable y vidrio texturizado hecho en Cataluña.
De día refleja el sol; de noche brilla desde dentro con LED blancos y se ve desde media Barcelona.
La estrella simboliza la luz que guía, la Estrella de Belén según Gaudí. Su colocación en 2021 marcó la primera torre terminada en décadas y anunció la recta final del templo, incluida la futura torre central de Jesús (2026) y la finalización total para 2033.
Es una estrella preciosa.
Y tiene un séquito de estrellas pequeñas girando a su alrededor..
No sé si es que no aprendemos o si queremos hacer de esto una tradición en mi casa. Yo digo: «No quiero orquídeas; se me mueren todas», pero, cada año, sin hacer caso a mis indicaciones, tengo orquídeas. Y, en esta ocasión, dos.
Me siento culpable solo con verlas ahí, envueltas en su papel de regalo, tan lozanas y bonitas. Su vida está en mis manos y se acabará, seguro, bajo mis cuidados. Pero quien me las trae lo considera un ejercicio de perseverancia: «Esta vez vivirán y las flores rebrotarán», me dice. Lo celebro, porque siempre es motivador que alguien tenga confianza en ti, pero, en mi interior, me siento una serial killer de orquídeas, porque ya llevo un número considerable de fracasos.
Busco la vida media de la planta y me encuentro con esto: «Una orquídea, con los cuidados adecuados, puede vivir entre 10 y 15 años o incluso más, llegando a vivir décadas o incluso más de un siglo en algunos casos excepcionales, como una Phalaenopsis de más de 100 años. Su longevidad depende en gran medida de las condiciones ambientales y del cuidado especial que se les brinde».
A ver si me redimo con estas dos, o con una de ellas, que ambas es demasiado optimismo…
Pobre ladrillo. Lo odié durante las reformas: ladrillos, ruido, polvo.
Pero, al final, empecé a mirarlo de otro modo. Esos agujeros ordenados son muy estéticos, aunque sea un ladrillo… Busqué por qué están ahí: aligeran y ahorran material, permiten una cocción más uniforme, crean cámaras de aire que aíslan y, además, dan agarre y resistencia.
Cuando por fin terminó la obra, me enseñaron los que habían sobrado. Al verlos, amontonados y olvidados, decidí llevarme uno como recuerdo, como celebración de que ya se había acabado el ruido y el polvo.
Lo pinté, le pegué una pieza circular y coloqué ramas de plantas aromáticas en sus huecos. Ahora es un secadero natural de romero, tomillo, lavanda y menta.
Un homenaje al ladrillo: empezamos mal, hemos acabado bien…
Cuando una puerta se cierra, otra se abre; pero a menudo miramos tanto tiempo la puerta cerrada que no vemos la que se ha abierto para nosotros.» Alexander Graham Bell
Pero hay una, solo una, que se abre sin ruido, sin permiso, sin miedo. No es más alta ni más brillante, pero cuando la cruzas, sabes que algo nuevo empieza.