Saludo a una vecina en la panadería. No tenemos mucho trato, pero durante años nos hemos intercambiado frases corteses. Es una mujer mayor, agradable y educada, que habla con un marcado acento francés que la hace aún más encantadora. La llamábamos “la francesa”, aunque su nombre es Marie. Se va a vivir a Francia, a su pueblo natal, y ha vendido la casa.
La noticia me impacta : la casa de la francesa ha sido un mito en mi vida. Ella pasaba horas en el jardín y desde allí nos saludaba. Ni la casa ni el jardín son grandes, pero todo encaja: los pilares del porche con la glicinia enredada, los maceteros de terracota velados por el tiempo, el lila suave que colorea la tarde. Hay laureles, lavanda y romero; algún granate entre los arbustos. El limonero ya es enorme, como el roble bajo el que se adivina un sillón. Plantó rosales, hortensias y varias clases de jazmín. El aroma te invade al pasar.
Es un jardín salvaje y mediterráneo. Una maravilla. Y esa es su pena: dejarlo.
Marie dice que la casa no le importa, aunque allí haya sido feliz. Lo que le duele es el jardín. Se necesitan años de cuidados para armar ese puzle de flores, arbustos y árboles; solo el tiempo y la dedicación logran esa armonía de colores y perfumes. En unas semanas, otras personas ocuparán la casa y ella está muy disgustada: se ha enterado de que quieren arrancar la trepadora del porche porque, dicen, favorece roedores e insectos.
«Si pudiera, me llevaría el jardín conmigo», nos dice antes de despedirse, amablemente, como siempre y para siempre.
La casa de la francesa ya no será la casa de la francesa. Al atardecer, cuando retiren la glicinia, el porche dejará de teñir de lila la pared y el jardín, por primera vez en años, ya no nos saludará.
He tenido la suerte de tener en mi vida, a un hacedor de cucharas de madera de boj. Ahora, que ya no está con nosotros, cada pieza que tengo, cada una de esas cucharas y espátulas , torcidas y hechas con la débil agilidad de unas manos ya muy viajadas, se convierte en un tesoro único. Una pieza exclusiva de una serie de Edición Limitada.
Algunas las convertí en cuadros, para que estuvieran en mis paredes, recordándome la grandeza de la máxima sencillez, pero, el resto, son piezas funcionales en mi cocina. Utilizo mis utensilios artesanos de boj, cada día…
Una de las espátulas, se me ha roto. Justamente, es la que se concibió para remover las migas pero que yo he utilizado para muchas cosas (incluso de alcanza-cosas de los estantes más altos).
Me la miraba, allí tendida, con una muesca que la hace inviable para cocinar y me ha parecido preciosa. Esa mella, es parte de una historia. De una vida. Es un objeto que tiene muchísimas cosas que contar: desde el inicio, cuando era una rama de boj en el Pirineo Aragonés hasta el momento que se empieza a dar forma, se convierte en cuchara y llega a mis manos, viviendo en mi cocina durante muchos años.
Así que seguirá entre mis utensilios, de manera testimonial, para que no se me olvide que el tiempo pasa, que hace mella, que ya tengo mi lista de los que no están, pero, también, que tengo la suerte de almacenar todas esas vivencias en una despensa emocional para cuando necesito alimentar el alma.
Sí, dejo la espátula en el bote, for ever.
Mella
Rotura o hendidura en el filo de un arma o herramienta, o en el borde o en cualquier ángulo saliente de otro objeto, por un golpe o por otra causa.
f. Vacío o hueco que queda en una cosa por faltar lo que lo ocupaba o henchía, como en la encía cuando falta un diente.
Pobre ladrillo. Lo odié durante las reformas: ladrillos, ruido, polvo.
Pero, al final, empecé a mirarlo de otro modo. Esos agujeros ordenados son muy estéticos, aunque sea un ladrillo… Busqué por qué están ahí: aligeran y ahorran material, permiten una cocción más uniforme, crean cámaras de aire que aíslan y, además, dan agarre y resistencia.
Cuando por fin terminó la obra, me enseñaron los que habían sobrado. Al verlos, amontonados y olvidados, decidí llevarme uno como recuerdo, como celebración de que ya se había acabado el ruido y el polvo.
Lo pinté, le pegué una pieza circular y coloqué ramas de plantas aromáticas en sus huecos. Ahora es un secadero natural de romero, tomillo, lavanda y menta.
Un homenaje al ladrillo: empezamos mal, hemos acabado bien…
Nos avisan de que en la casa del pueblo hay dos enjambres. El primero, en lo alto , entre la fachada y el interior: el tejado vibra con un ir y venir de abejas. Hace tiempo que vemos el trasiego pero como nunca han accedido a la vivienda y están en las alturas, nos acostumbramos a verlas. Este año, han llamado la atención de los que van un par de semanas al pueblo. El segundo enjambre ocupa el pequeño granero que, en los últimos años, se convirtió en taller de cucharas y utensilios de boj. Allí no podemos entrar.
El pueblo está aislado; quienes quedan han movido hilos, pero ya no hay nadie cerca que pueda sacar los enjambres. Tras varias llamadas, doy con una asociación de apicultores. A los dos días me telefonea un joven: me sugiere que, si el de lo alto no molesta, no lo toque. «Déjalas. Es un honor tenerlas en casa», dice. Me pide que le envíe un vídeo del granero para intentar salvar y trasladar el otro.
Quien se ocupaba del taller —apicultor aficionado— le habría gustado esa opción. Pienso en él y en los mayores que nos han dejado. Entendían la naturaleza y el pueblo, y cuidaban ambas cosas. Tenían un acuerdo entre amigos con un vecino que tenía caballos: dejaban que los caballos estuvieran en uno de los campos, porque así se limpiaba el terreno de rastrojos y maleza. Cuando los herederos empezaron a gestionar todos aquellos asuntos desde Madrid, Bilbao, Zaragoza y Barcelona, pensaron que era una buena opción alquilarle el campo al vecino de los caballos. Él apeló a su acuerdo con los abuelos, pero no hubo consenso y se llevaron los animales a otro campo. Ahora nosotros, urbanitas de despacho, tenemos que ocuparnos de que alguien desbroce las eras para minimizar el riesgo de incendio.
En el grupo de WhatsApp de la familia les explico mi conversación con el joven apicultor: las abejas del tejado no nos van a molestar. Y es un honor.
Me encanta ir al garden. Es una pequeña porción de la belleza de la naturaleza, con aromas florales y plagada de tonalidades verdes relajantes. Cuando entro, me relajo. Me gusta ir con tiempo y disfrutar de la experiencia.
Observo a quienes tengo a mi alrededor, circulando con sus carritos, motivados la mayoría, porque en ese lugar, entre flores y plantas, nacen muchos proyectos. Hay quien está planeando decorar una terraza; una madre y una hija con sus macetas, bolsas de tierra y abono, y una variada selección de geranios, margaritas y un rosal; la pareja que carga con grandes tiestos de terracota y unos ficus arbolados preciosos; un hombre con pequeños semilleros de lechugas, pimientos y perejil; o la chica que lleva un rato entre las aromáticas: ya tiene albahaca y romero, y ahora está con el tomillo. Muy cerca, una familia llena el carrito de lavandas: los niños llevan una maceta cada uno.
En la zona de los olivos, dos hombres examinan unos ejemplares magníficos.
Los proyectos comienzan ahí, en ese lugar fragante y visual. Después, continúan en nuestro hogar: colocando las macetas con los geranios rosas (aunque la madre los quería rojos), decorando el porche con plantas preciosas, plantando las lechugas en el huerto o situando un pequeño olivo en el jardín.
Lo mejor es que siempre habrá otra visita al garden. Y nuevos proyectos.
Vuelvo, volvemos, vuelven… todos estamos ya inmersos en nuestras rutinas, nos gusten más o menos.
La rutina actúa como una brújula: nos orienta. Proporciona la ubicación de tu vida en el presente. De ahí que, a veces, en las “vueltas”, decidas cambiar de rumbo, ajustar la velocidad o evitar según qué trayectos.
Intentando adaptarnos, se nos olvida que estamos aquí, un día más. Lo damos por hecho. Volver. Y, a veces, no hay vuelta.
Así que, bien por la rutina si nos hace felices. Bien por intentar cambiar la rutina para ser felices.
Cuando una puerta se cierra, otra se abre; pero a menudo miramos tanto tiempo la puerta cerrada que no vemos la que se ha abierto para nosotros.» Alexander Graham Bell
Pero hay una, solo una, que se abre sin ruido, sin permiso, sin miedo. No es más alta ni más brillante, pero cuando la cruzas, sabes que algo nuevo empieza.
Estamos sumidos en un gran “coffee-ring”. Es un efecto físico de flujo capilar que se observa perfectamente en una gota de café, de ahí su nombre.
El borde de la gota se evapora más rápido; el líquido, al intentar compensar esa pérdida, arrastra partículas hacia el perímetro, dejando el centro vacío.
Así estamos, política y socialmente. El único espacio donde caben puntos de reencuentro —en todo el perímetro: izquierda, derecha, arriba y abajo— está completamente vacío.
En el centro no hay nadie…
La ciencia dice —simplificando mucho— que podríamos volver a llenar el centro con los flujos de Marangoni, si añadimos un tensioactivo que disminuya la tensión superficial y rehidrate el centro común.
No es tan difícil encontrar tensioactivos. Están en los jabones, la pasta de dientes, los geles, los champús…
¿Guerras de pompas de jabón? ¿Fiestas de espuma?
Quizás haya que empezar por ahí. Por algo que suavice. Por algo que nos reúna en el centro.
Artísticamente, esta “obra” no vale nada. Una madera vieja, unas letras de cartón y una estrella metálica. Es verdad que, antes, se ha tenido que limpiar la madera y darle un barniz incoloro que aún perdura en el ambiente, pero… no mucho más.
Afectivamente, esta “obra” vale mucho. El trozo de madera es de un pueblo del Pirineo. De una casa en ruinas… El que me la hizo ver y recoger (yo buscaba algo plano para pegar las piedras que había recogido) ya no está entre nosotros. Así que la madera es, ahora, un objeto único, porque lleva impregnado ese recuerdo.
La estrella me la encontré en Formentera. A alguien se le cayó de un collar, un pareo o un capazo con abalorios. La tenía en la caja de “Cosas para pegar”, junto a las letras de cartón.
El proceso de creación me ha producido unestado de experiencia óptima, una de esas microfelicidades que describe Mihaly Csikszentmihalyi en su libroFlow.
Estoy preparando una mudanza y me he dedicado a clasificar los libros y ponerlos en cajas. Hay algunos que son muy especiales para mí y, dos de ellos, me han hecho evocar una experiencia única.
La noche que conocí a un Premio Nobel de Literatura…
Camilo José Cela (1916-2002) Nobel de Literatura, Marqués de Iria Flavia, Senador, Miembro de la Real Academia de la Lengua Española y Gran Provocador.
Sus novelas son joyas literarias en las que Cela, pule y cuida nuestro idioma y lo hace con virtuosismo, ajustándolo con precisión y sencillez :
“Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y, sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y destinarnos por sendas diferentes al mismo fin : la muerte”.
Esta es una exquisita micro porción de La familia de Pascual Duarte, su primera novela de éxito. Después vendrían otras novelas La Colmena, La Catira ,Madera de boj, etc. ; libros de viajes como El Viaje a la Alcarria, Del Miño al Bidasoa, Judíos, moros y cristianos ; narraciones breves recogidas en Apuntes Carpetovetónicos , obras de teatro, cientos de artículos periodísticos…
Una personalidad destacada en la prosa española y reconocida a nivel internacional, con la concesión del Premio Nobel de Literatura (1989).
Mi primer contacto con este escritor es extraño. Mi padre, tenía un libro en su biblioteca que no nos permitía leer. O sea: estaba prohibido. En aquella época se me antojaba un libro muy atrayente. ¿Ya os he dicho que estaba prohibido? Cuando mis padres se iban y nos dejaban solos, nos las apañábamos para localizar y llegar a ese libro: el de las fotos. Y con esos textos oscuros…El título: “Izas, Rabizas y Colipoterras “. Fotografías del Barrio Chino de Barcelona y las prostitutas, clientela y entorno en los años 60. Pequeños relatos de Camilo José Cela, acompañando las fotos de Juan Colom. Aún hoy, me produce una cierta sensación de que estoy leyendo algo prohibido.
Más tarde, tuvimos que leer a Cela en el colegio. Siempre me gustó La Familia de Pascual Duarte, así que no fue mucho problema.
En los 90, tuve el inmenso placer de conocer personalmente al flamante Premio Nobel de Literatura (aunque para mí siempre sería el “señor que había escrito el libro prohibido”).Me gustaría explicarlo con humildad y con la emoción que me produce, ahora, rememorarlo. Hace muchísimo tiempo que no recordaba esa noche especial. Y es que me sorprende pensar que viví esa experiencia de una manera más o menos normal y, ahora, muchos años después, me parece una pasada. El tiempo da un baño de brillo especial a según qué recuerdos, supongo.
En esa época, para mí en la Universidad, me atreví a enviar un relato a un Concurso en Valencia y gané. Para ser más exactos, compartí el primer premio con un afable escritor, ya mayor y retirado en Castellón , después de muchos años de trabajo en Ginebra, en El Club del Libro Español de la ONU . Ese hombre fue mi mentor y maestro en mis primeros pasos en esto de escribir. Eran tiempos de correo manuscrito, de envíos de mis cuentos, escritos a máquina, que él me devolvía corregidos y con asesoramiento.Un día, me llamó por teléfono para invitarme a una “cena de gala” en su casa, para homenajear a su gran amigo Camilo José Cela. ¿? Aquello me sonó galáctico.
Recuerdo a mi pareja, alquilando un esmoquin. Mi padre, más emocionado que yo, también con el suyo.Yo misma, con un chal de seda (de los que sólo te ponías si ibas de boda y siempre te lo dejaba alguien que tenía uno bueno). Aquella casa, imponente. El jardín iluminado y Camilo Jose Cela sentado en un butacón de mimbre, saludando a los invitados. Después, mi amigo me lo presentó y le habló de ese premio compartido. De ese momento recuerdo instantes de la charla agradable , los consejos y que el chal me resbalaba continuamente por los hombros… Fue muy amable y prometió enviarme un libro dedicado.
Al cabo de un tiempo, recibí un paquete. Dentro, había un libro , con una nota “De parte del maestro” y una dedicatoria.
Ni que decir tiene que fueron tiempos de leer mucho a Cela y que tengo una especial debilidad por él. Será por esos dos libros únicos y llenos de recuerdos : el libro prohibido y “mi” libro dedicado.