El aloe se queda…


Llegó de otras latitudes, hace siglos, viajando de mano en mano. Con el tiempo se adaptó a cualquier clima que no fuera de frío intenso o muy húmedo. No la veremos en Canadá ni en Singapur, pero cualquier clima semiárido le sienta de maravilla a esta planta suculenta.

No sabía si el frío del invierno y la tramontana la harían sentirse cómoda, pero, contra todo pronóstico, decidió quedarse en casa. Aprendió a doblarse sin romperse, a guardar agua y paciencia, a dividirse para llenar nuevas macetas o para regalar. Siempre en forma, creciendo, multiplicándose.

He visto que sus hojas se tiñen de morado y pensé que el aloe había enfermado, pero no: es un truco químico de una planta perspicaz, pigmentos que produce cuando el frío, el viento y el sol se pasan de intensidad. Ese color funciona como protector y, más que un problema, indica que la planta está activa y a gusto.

Grandes, pequeñas, en flor: todas comparten el mismo mensaje.

Te está diciendo : “yo de aquí no me muevo”.

Este aloe vera ya es de aquí…

Dientes de león, dados y placas electrónicas.

Me entran ganas de ponerme a soplar…

Más de 2000 dientes de león, recogidos por la artista Regine Ramseier, tratados con una capa de adhesivo y montados en una habitación blanca para la exposición ArToll Summer Lab 2011.

A mí, me das unos dados y los tiro, a por el seis.

Hay otros que hacen más cosas.

El escultor es el británico Tony Cragg.

El mundo, reciclado.

Esta es una obra de la británica Susan Stockwell para la Universidad de Bedfordshire.

Hall de Informática.

Definitivamente, la creatividad del ser humano es maravillosa.

 

 

Magnífica sencillez.

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He descubierto a este ilustrador malagueño:  Jesuso Ortiz.

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Magnífica sencillez.

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Ha sido un placer contemplar sus ilustraciones, tan simples y tan bellas, a partir de flores y objetos sencillos.

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¿A qué no sabéis cual elegir?

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Su Instagram.

Crónica de una orquídea anunciada.

No sé si es que no aprendemos o si queremos hacer de esto una tradición en mi casa. Yo digo: «No quiero orquídeas; se me mueren todas», pero, cada año, sin hacer caso a mis indicaciones, tengo orquídeas. Y, en esta ocasión, dos.

Me siento culpable solo con verlas ahí, envueltas en su papel de regalo, tan lozanas y bonitas. Su vida está en mis manos y se acabará, seguro, bajo mis cuidados. Pero quien me las trae lo considera un ejercicio de perseverancia: «Esta vez vivirán y las flores rebrotarán», me dice. Lo celebro, porque siempre es motivador que alguien tenga confianza en ti, pero, en mi interior, me siento una serial killer de orquídeas, porque ya llevo un número considerable de fracasos.

Busco la vida media de la planta y me encuentro con esto: «Una orquídea, con los cuidados adecuados, puede vivir entre 10 y 15 años o incluso más, llegando a vivir décadas o incluso más de un siglo en algunos casos excepcionales, como una Phalaenopsis de más de 100 años. Su longevidad depende en gran medida de las condiciones ambientales y del cuidado especial que se les brinde».

A ver si me redimo con estas dos, o con una de ellas, que ambas es demasiado optimismo…

Jardines que fueron.


Saludo a una vecina en la panadería. No tenemos mucho trato, pero durante años nos hemos intercambiado frases corteses.
Es una mujer mayor, agradable y educada, que habla con un marcado acento francés que la hace aún más encantadora. La llamábamos “la francesa”, aunque su nombre es Marie.
Se va a vivir a Francia, a su pueblo natal, y ha vendido la casa.

La noticia me impacta : la casa de la francesa ha sido un mito en mi vida. Ella pasaba horas en el jardín y desde allí nos saludaba. Ni la casa ni el jardín son grandes, pero todo encaja: los pilares del porche con la glicinia enredada, los maceteros de terracota velados por el tiempo, el lila suave que colorea la tarde. Hay laureles, lavanda y romero; algún granate entre los arbustos.
El limonero ya es enorme, como el roble bajo el que se adivina un sillón. Plantó rosales, hortensias y varias clases de jazmín. El aroma te invade al pasar.

Es un jardín salvaje y mediterráneo. Una maravilla.
Y esa es su pena: dejarlo.

Marie dice que la casa no le importa, aunque allí haya sido feliz. Lo que le duele es el jardín. Se necesitan años de cuidados para armar ese puzle de flores, arbustos y árboles; solo el tiempo y la dedicación logran esa armonía de colores y perfumes.
En unas semanas, otras personas ocuparán la casa y ella está muy disgustada: se ha enterado de que quieren arrancar la trepadora del porche porque, dicen, favorece roedores e insectos.

«Si pudiera, me llevaría el jardín conmigo», nos dice antes de despedirse, amablemente, como siempre y para siempre.

La casa de la francesa ya no será la casa de la francesa.
Al atardecer, cuando retiren la glicinia, el porche dejará de teñir de lila la pared y el jardín, por primera vez en años, ya no nos saludará.

La belleza.

La simetría que nos brinda la naturaleza es un lenguaje matemático (que yo no entiendo, pero percibo) integrado en nuestra vida, que —de conocerse en su totalidad y alcance— quizá esconda secretos muy importantes.

En la naturaleza nada ocurre sin razón. Todo tiene su porqué y su funcionalidad. Todo sirve para algo, aunque muchas veces no sepamos para qué…

Si observamos las semillas de este girasol, vemos que están perfectamente distribuidas, siguiendo una secuencia y una proporción. Increíblemente perfectas.

Al mirar esta composición simétrica y asombrosamente bella, estás observando una sucesión matemática que se repite en el mundo vegetal… y por todas partes.

Forma una serie de números en la que cada término es la suma de los dos anteriores (por ejemplo: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144, 233…) y se denomina, en términos matemáticos, sucesión de Fibonacci.

Vale. Me imagino a Fibonacci, alucinando, cuando se hizo evidente que esa secuencia se repetía sin cesar: en las plantas, en las telarañas, en las caracolas, en las colmenas… y preguntándose: ¿por qué siempre esta sucesión matemática?

Parece ser que, después de milenios de evolución, las plantas acomodan sus semillas de esta forma, logrando introducir una mayor cantidad en el mismo espacio, «economizando» valiosos recursos; pero por qué lo hacen siguiendo la sucesión de Fibonacci sigue siendo un misterio…

Esto de Fibonacci no acaba aquí. Los cocientes sucesivos alcanzan —o, mejor dicho, tienden a— un número concreto (1,618033989…). El phi, número áureo, portador de la «divina proporción».

Confieso que aquí ya me pierdo, y lo que hago es un acto de fe. Bueno, mejor, un acto de phi. Este número, estudiado por los renacentistas, los tenía impresionados, pues lo consideraban el ideal de la belleza; en concreto, la espiral áurea.

Espiral áurea: la razón de crecimiento es Φ, es decir, la razón dorada o phi.
(√5 + 1) ÷ 2 ≈ 1,6180339887

Esto es belleza.

El garden.

Me encanta ir al garden. Es una pequeña porción de la belleza de la naturaleza, con aromas florales y plagada de tonalidades verdes relajantes. Cuando entro, me relajo. Me gusta ir con tiempo y disfrutar de la experiencia.

Observo a quienes tengo a mi alrededor, circulando con sus carritos, motivados la mayoría, porque en ese lugar, entre flores y plantas, nacen muchos proyectos. Hay quien está planeando decorar una terraza; una madre y una hija con sus macetas, bolsas de tierra y abono, y una variada selección de geranios, margaritas y un rosal; la pareja que carga con grandes tiestos de terracota y unos ficus arbolados preciosos; un hombre con pequeños semilleros de lechugas, pimientos y perejil; o la chica que lleva un rato entre las aromáticas: ya tiene albahaca y romero, y ahora está con el tomillo. Muy cerca, una familia llena el carrito de lavandas: los niños llevan una maceta cada uno.

En la zona de los olivos, dos hombres examinan unos ejemplares magníficos.

Los proyectos comienzan ahí, en ese lugar fragante y visual. Después, continúan en nuestro hogar: colocando las macetas con los geranios rosas (aunque la madre los quería rojos), decorando el porche con plantas preciosas, plantando las lechugas en el huerto o situando un pequeño olivo en el jardín.

Lo mejor es que siempre habrá otra visita al garden.
Y nuevos proyectos.

Hay que encontrar esa puerta…

Una puerta puede ser refugio o frontera. Puede guardar un secreto o marcar el fin de algo.

Hay puertas que se cierran por dentro y otras que no se abren nunca.

Fotos de Luis Alfonso Orellana en Unsplash

Pero también están las que que invitan. Las que se cruzan sin mirar atrás.
La ves. Se abre. Es tu oportunidad.

Foto de angela pham en Unsplash

Cuando una puerta se cierra, otra se abre; pero a menudo miramos tanto tiempo la puerta cerrada que no vemos la que se ha abierto para nosotros.»
Alexander Graham Bell

Foto de Bayo Adegunloye en Unsplash

Pero hay una, solo una, que se abre sin ruido, sin permiso, sin miedo. No es más alta ni más brillante, pero cuando la cruzas, sabes que algo nuevo empieza.

Hay que encontrar esa puerta…

Mantis.


No uso perfume.
Yo soy perfume.

Parecerá una figura poética, pero lo digo en sentido literal: mi cuerpo exuda aroma.

No siempre el mismo. Me habría gustado tener una “marca de la casa”, un solo perfume, único, irrepetible. Pero lo que tengo es una colección viva, cambiante, impredecible… aunque siempre exquisita.

Mi infancia fue una sinfonía de olores. Flor de azahar en los campos vecinos, el jabón de espliego de la abuela, agua de rosas en la bañera de mi madre, ramos de romero y lavanda adornando la casa… Aromas que me envolvían como una segunda piel.

Crecí rodeada de fragancias tan complejas que desarrollé un don. Distinguía cada matiz, incluso los más leves o desagradables. Me convertí en una nariz. Hoy, soy una créateur de parfums en París. El perfume es mi vida.

Yo misma soy perfume.

Fue mamá quien lo notó primero. Si estaba feliz, mi cuerpo creaba un halo floral —jazmín, rosa blanca, mimosa— que se expandía por la habitación. Si me sentía tensa, la fragancia se tornaba cítrica: bergamota, lima, limón, y ese filo de fresia que anunciaba tormenta. Mis emociones aromatizaban el aire. Había días en que podía perfumar una ciudad entera sin salir de casa.

Era un don hermoso. Inofensivo. Hasta que me enamoré.

Mi primer amor… Y mi primer cadáver.

El poder se multiplicó. Emitía lirios, frutas maduras, gardenias. Fragancias dulces, sedosas, nuevas. La pasión trajo consigo el calor del sándalo, la caricia del narciso, la embriaguez de las lilas. Nos envolvimos en un torbellino de terciopelo aromático.

Y entonces, tras el clímax, ocurrió.

Él sonreía. Inmóvil. Desmadejado sobre mí.
Lo toqué. No reaccionó.
Lo sacudí. Nada.

Y llamé a mamá.

Pensamos en un fallo del corazón. Era joven, sano. Queríamos creerlo. Pero el segundo, un compañero de la facultad, confirmó lo que mamá ya sospechaba:
mi perfume los mataba.

Nos deshicimos del cuerpo.

Elegí el celibato. Viví recluida en mis aromas acuáticos: lirios de agua, albahaca, notas limpias. Bellas, sí, pero distantes. Aún así, aquella fragancia espesa y almizclada seguía flotando en las calles. La prensa la bautizó como La Noche Perfumada. Nadie sabía la verdad. Solo mamá. Y yo.

El tercero… también fue ella quien me ayudó. Yo ya no podía más. Prometí no repetirlo jamás.

Ese cuerpo duerme en el jardín de mamá.

Con el tiempo, me convertí en una perfumista célebre. Nadie se sorprendía de que siempre oliera bien. Era mi talento. Mi escudo.

Los años pasaron. Perdí a mamá en un accidente. Dolió. Mucho. Pero seguí. Rutina. Éxito. Control.

Hasta ahora.

Me he enamorado.
Locamente.
Profundamente.

Intento mantener mi don a raya, pero es tortuoso. Mi aroma se descompone, se enrarece: pimienta negra, mandarina, sombra. Y otra vez, inevitablemente, el sándalo. Otra vez ese perfume denso, embriagador, fatal.

Y no he podido evitarlo.

Estoy enamorada.
Y no he podido evitarlo.

Hoy, tras la ensoñación, lo observo.
Sonríe. Desnudo. Inmóvil.

Le acaricio la cara.
No responde.

Lo abrazo una vez más. Brevemente.

Ya no está mamá.
Y me tengo que deshacer del cuerpo.

Otra vez.

Como la mantis.
Hermosa.
Letal.
Perfumada…


Flor de San Juan.

Este cuadro lo hice el día de San Juan, sin un plan. Usé la estructura de unos farolillos solares que tenía guardados y formé con ellos una flor. En el centro, un cristal.

Pinté una botella de vidrio con pintura de pizarra beige. También pinté las ramas secas para que todo respirara la misma calma. En el ramo, coloqué otro farolillo como un guiño al cuadro.

Luz de verano y algo de inspiración.

Estará en el hogar de una gente preciosa…

NB : La IA lo explica así.

“Inspirado por la dualidad entre lo natural y lo artificial, el conjunto nace de materiales cotidianos transformados en arte a través del gesto manual, la mirada poética y la precisión geométrica.

El elemento central del cuadro está compuesto por estructuras de farolillos solares para iluminación exterior, reutilizadas para formar una flor estilizada de seis pétalos. Su diseño recuerda el facetado de piedras preciosas, con un pequeño cristal en el centro que actúa como núcleo brillante, generando una metáfora visual entre la energía solar y la belleza natural.

Para acompañar la obra, se creó un ramo escultórico que dialoga con el cuadro. Una botella de vidrio fue pintada a mano con pintura de pizarra en tono beige, generando una base sobria y mate. Las ramas secas fueron también pintadas cuidadosamente, en la misma gama, para integrarse en una composición armónica y monocromática. Como gesto final, uno de los farolillos fue integrado en el centro del ramo, como un eco tridimensional del motivo floral del lienzo.

Todo el proceso fue realizado con calma, en un entorno doméstico, al aire libre. La elección de materiales sostenibles y la reutilización de objetos funcionales aportan un discurso silencioso sobre la belleza que nace del uso consciente, del detalle y de la luz que se conserva.”