
Yo he sido víctima de una mesa loca. La anterior era un modelo rústico que provenía de la casa de campo de mis padres. Estaba vieja y gastada, pero era de una madera maciza y oscura que me encantaba.
Cuando me llamó un amigo para ofrecerme la oportunidad de mi vida (conseguir una súper mesa de diseño, totalmente gratis), no dudé ni un instante y dije que sí. Lo más sorprendente es que no tuve que ir a buscarla yo: me la trajeron a casa una hora después de haberla aceptado.
Y digo sorprendente porque, cuando alguien regala un mueble, normalmente quiere deshacerse de él rápidamente (sí), pero no se quiere hacer cargo del traslado (evidentemente), y menos si se trata de un mueble voluminoso.
Normalmente, el favor que te hacen lo pagas con el favor que les haces al desplazar, fuera de sus vidas, esa cosa que ocupa un espacio importante. En este caso, sesenta minutos después de colgar el teléfono, unos señores de UPS descargaban la mesa en mi salón… y se llevaban la vieja mesa familiar.
Juro que me pareció que, cuando la bajaban por la escalera, las patas carcomidas me hicieron un gesto un tanto obsceno.
La nueva mesa era preciosa. La acaricié, pasando suavemente las palmas de las manos por la superficie brillante. Oí un gemido que ignoré y seguí mi ruta acariciante. Más gemidos… Busqué el origen del sonido, pensando en mis vecinos, pero, al cesar el contacto con la mesa, se hizo el silencio.
Al principio parecía una mesa normal, pero las cosas fueron cambiando a medida que pasaban los días.
La mesa tenía vida propia… y una personalidad irritante.
Si me olvidaba el salvamanteles (yo no sabía ni que existían) y se quemaba un poco, me sacudía con las patas. Literalmente. Patadas reales.
Si no ponía el mantel y colocaba mi portátil encima, al calentarse la batería, la mesa se enfadaba y se doblaba en dos. No aplastó mi Mac de milagro.

El mantel —que debía ser de lino y estar planchado (no toleraba las arrugas)— era lo único con lo que estaba tranquila.
Si comía sin él, extendía sus patas horizontalmente y me dejaba plantado en el suelo, con desparrame de platos y vasos.
No podía dejar que aquella mesa me venciera. Era un mueble. Era una mesa. Así que emprendí una lucha sin cuartel.
Quería doblegarla.
Comía con espinilleras y coderas. Ideé un sistema de barras de hierro para impedir que se doblara e, incluso, apilé libros debajo, cubriendo su altura para que no pudiera desplomarse.
Mis amigos me confesaron que creían que estaba loco en esa época de mi vida… y es verdad. Estaba loco.
Y la mesa, también.
La muy bruja nunca se mostraba hostil cuando había alguien en casa. Lo hacía en la intimidad, con el único objetivo de fastidiarme… Llegamos a los insultos (la mesa hablaba) y a las manos (y a sus patas). Descubrí, con horror, que no podía moverla. Ni cortarla con una sierra del tamaño de la de Viernes 13.
La situación se hizo muy, muy tensa y, lo peor, no veía solución.
Al mes de tener la mesa loca en casa, el que estaba a punto de volverse loco era yo. Aunque penséis que ya lo estaba (¿quién batalla contra una mesa?), os prometo que todo lo que os he explicado es verdad. No fueron imaginaciones mías. Tengo vídeos y fotos que lo demuestran.
Así que, consciente de lo inusual de la situación y del peligro que corría, tomé una decisión: ella o yo.
Y fui yo.
Puse el piso a la venta a un precio atractivo e incluí “todos los muebles”. No tardé en venderlo, perdiendo dinero pero ganando, al fin, la batalla contra la mesa loca.
Allí se quedó… De momento, el nuevo propietario no ha contactado conmigo, aunque también es verdad que me cambié de teléfono e intenté borrar mi rastro lo mejor que pude.
Me fui a vivir a las afueras, y, cuando llegó el momento de amueblar el apartamento, no me vi capaz de comprar una mesa nueva.
Tengo un trauma. Serio.
Mi terapeuta dice que solo lo superaré si compro una mesa.
Y me he decidido. Tengo la espalda hecha polvo y cada vez me cuesta más comer en el suelo.
Iré a la maldita tienda y prestaré atención a las mesas que allí habitan. Tendré que controlarme para no dar unas patadas a las patas o pasar las manos por la superficie para observar su reacción…
Me llevaré un punzón y un mechero.
Y las espinilleras.
Por si acaso.

